› Por Mariano Kairuz
Ya en la década en que Upton Sinclair publicó ¡Petróleo! apareció alguna que otra película que incorporaba el oro negro a su argumento, estableciéndolo como uno de los grandes temas de la época. Es, por ejemplo, el subtexto más o menos serio de uno de los cortometrajes de Buster Keaton, The Paleface (1921), acerca de una reservación indígena que es usurpada por los llamados oil sharks: “los tiburones del petróleo”. De alguna manera extraña (que es como solía ocurrir en sus películas), Keaton termina mediando entre los resistentes indios y la corrupta corporación que se apoderó de sus tierras de manera nada transparente en busca de lo que guarda bajo su superficie.
En los años posteriores al crac de la Bolsa tuvieron lugar varios pequeños y olvidados dramas y films de aventuras como La llama de oro (Flaming Gold, de Ralph Ince, 1933) en el que William Boyd y Pat O’Brien perforan la selva para hacerse ricos; The Fighting Texans (1933) con su historia de un fraude financiero alrededor del nuevo, próspero negocio; o The Oil Raider (1934), con Buster Crabbe, el Flash Gordon de los seriales de matiné. Pero el más notable de todos los films empetrolados de la década fue un ¡musical! de Oscar Hammerstein (el creador de ¡Oklahoma!), titulado High, Wide, and Handsome (1937). Ambientado en Pensilvania hacia 1850, lo protagonizaban Irene Dunne y Randolph Scott como un entrepreneur con un gran proyecto para tender un oleoducto y evitar que los dueños del ferrocarril se queden con toda la industria, que es también uno de los temas de Petróleo sangriento. La película incluye una elaborada secuencia con miles de personas trabajando contrarreloj para terminar a tiempo el recorrido de los caños transportadores.
A fines de los ’30, la Standard Oil produjo un raro corto de animación protagonizado por muñecos con formas de gotas de petróleo, llamado, Pete-Roleum y sus primos y que al parecer es una suerte de pionero ecologista al revés: la Tierra se ve amenazada con venirse abajo si el petróleo no interviene asistiendo en las actividades humanas.
Las décadas del ’40 y del ’50 fueron pródigas en dramas con el infernal traqueteo de los pozos al frente o al fondo de sus historias. Uno de las primeros fue El fruto dorado (Boom Town, Jack Conway, 1940), con Clark Gable, Spencer Tracy y Claudette Colbert: consistía básicamente en un triángulo romántico entre dos socios aventureros que hacen su fortuna taladrando en el medio de la nada en Texas. También de esos años fueron Oro líquido (Flowing Gold, Alfred Green, 1940), versión afín pero más pobre del film con Gable, esta vez con Frances Farmer y John Garfield. Y abundaron los títulos de villanos con planes de apropiación de ricos subsuelos ajenos: entre ellos, films como Bandidos en la frontera (Apache Rose, William Winey, 1947) con Roy Rogers; y Tulsa (1949) drama romántico ambientado en Oklahoma en los ‘20, que empieza como un aviso publicitario de la ciudad y el negocio del petróleo y termina bregando por la preservación de la tierra, con uno de sus protagonistas prediéndoles fuego a los pozos para asegurarse de que esa tierra no quede devastada y ya no sirva nunca más para el viejo pero querido negocio ganadero.
La película más importante sobre el petróleo que dieron los años ’50 fue indiscutiblemente Gigante, pero hubo otras. El cine narró en Born in Freedom (1954) la historia real del coronel Edwin Drake, pionero e innovador cuyos aportes a la extracción fueron fundamentales para el despegue de la industria petrolera. Pero el más memorable de los títulos que hicieron del petróleo el centro de un drama fue El salario del miedo (Le salaire de la peur, 1953), de Henri Georges-Clouzot. El argumento: la South American Oil les paga a cuatro camioneros para que arriesguen el pescuezo transportando dos enormes cargas de nitroglicerina destinadas a apagar el incendio de unos pozos petroleros. El camino es inestable, peligrosísimo, y las posibilidades de volar por los aires son muchas, pero los hombres contratados para el trabajo necesitan el dinero. El único villano de este thriller tensísimo es la compañía petrolera, que solo cuida sus intereses: no le importan las vidas que se han perdido en el incendio que tiene lugar al principio del relato, pero sí la pérdida de dinero que implica un pozo que sigue ardiendo.
A esos años pertenecen además varios westerns, que sumaron el oro negro a un esquema ya conocido, como nuevo factor dramático: donde el chorro milagroso mana hacia el cielo, empiezan los problemas. Ese es más o menos el punto de partida de películas como Red River Shore (1953), de El vengador de su padre (Terror in a Texas Town, Joseph H. Lewis, 1958, con Sterling Hayden), y de Torrente de odio (The Houston Story, William Castle, 1956).
En esta época, se destaca también Borrasca en el puerto (Thunder Bay, 1953), una de las ocho películas que el director Anthony Mann filmó con James Stewart, como un ex veterano de guerra que busca petróleo en el fondo del Golfo de México y debe enfrentar los intereses de los botes pesqueros de los que vive el pueblo. El argumento estaba basado en un conflicto real ocurrido en Louisiana entre la industria petrolera y la pesquera, pero la película termina tomando partido por el petróleo como bandera del progreso imparable de la nación.
Tras la catastrófica crisis del precio del petróleo de los años ’70, las películas ya no trataron sobre pioneros, emprendimientos y ambiciones más o menos desmedidas, sino sobre desastres a escala mundial y denuncias ecológicas. Mad Max, la saga con Mel Gibson, se inició en 1979 planteando un futuro posapocalíptico, de pura anarquía, en el que la nafta es escasísima e impagable. En la segunda entrada de la trilogía el protagonista ayuda a defender a una pequeña comunidad que maneja su pozo petrolero independiente de los ataques de las pandillas salvajes. El tema reapareció una y otra vez de maneras raras o más o menos oblicuas, como en La fórmula (The Formula, John Avildsen, 1980), en la que Marlon Brando representa a las corporaciones petroleras que durante décadas intentaron silenciar un gran descubrimiento que pone en jaque su poder omnipresente: un combustible sintético creado por los nazis al final de la guerra. Hasta hubo un telefilm navideño, The Night They Saved Christmas (1984, con Paul Williams y Jacklyn Smith) sobre una compañía petrolera que tiene sus pozos peligrosamente cerca del taller de Santa Claus, todo un peligro para las fiestas.
Devenida con los años en pequeño film de culto, Un tipo genial (Local Hero, 1983), de Bill Forsyth, narró la historia de un pequeño pueblo escocés que enfrenta a un gigante petrolero dirigido por un excéntrico multimillonario (Burt Lancaster). El objetivo de la compañía es comprar a todo el pueblo a un precio digno, pero están quienes no quieren vender sus tierras, por razones sentimentales, o para asegurarse de que la compañía no hará desaparecer la playa. La película se las arregló para mantener una mirada sensible, y con final optimista, sobre un tema que era cada vez más oscuro.
Los ’90 dieron lugar a unos cuantos documentales –sobre el caso Exxon–Valdez, por ejemplo– y no tantos relatos de ficción, aunque ahí están la poco vista The Stars Fell On Henrietta, 1995, con Robert Duvall como un granjero texano que, durante la Gran Depresión, cree descubrir petróleo en la propiedad de un matrimonio muy humilde, y sueña con salir y ayudarlos a salir de la miseria; y el mamarracho ecologista en Alaska Terreno salvaje, 1994, producido, dirigido e interpretado por Steven Seagal.
Pero en años más recientes, nada extrañamente, la Guerra en Medio Oriente devolvió el tema a Hollywood: esto es, el del petróleo como centro de los proyectos de dominación mundial. Hubo una de James Bond, El mundo no basta (1999) donde 007 debe proteger a Electra (Sophie Marceau), la hija de un magnate petrolero asesinado, y desarmar un complot para destruir un enorme oleoducto en Europa Oriental que representa la garantía de abastecimiento mundial para el futuro. El asunto se volvió más directamente político en la complicada Syriana, de Stephen Gaghan, con producción de Soderbergh y protagónicos de sus amigos George Clooney y Matt Damon, y su trama de petroleros texanos que hacen sus negocios con emires árabes, y la CIA de por medio.
La fiebre del oro negro también parió familias de millonarios televisivos. La que miró el fenómeno con más extrañeza fue Los Beverly Ricos (1962-1971), la creación de Paul Henning y una de las sitcoms más populares de la historia. Tal como se explicaba y se volvía a explicar una y otra vez en la canción de presentación, todo cambió para el campesino Jed Clampett y su familia cuando encuentran la sustancia negra en el humilde terreno en que se asienta su cabaña. Una compañía petroquímica les compra la propiedad por 25 millones, y de pronto se encuentran lidiando con un mundo de presunta sofisticación que jamás imaginaron. En otras palabras: una parodia salvaje sobre los nuevos ricos.
Década y media más tarde fue el turno primero de la longeva (se extendería hasta 1991) y telenovelesca Dallas, la saga de la disfuncional familia Ewing, petroleros millonarios de Texas, y luego de Dinastía y el patriarcado de otro petrolero, de Denver, el inolvidable Blake Carrington.
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