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Domingo, 23 de marzo de 2008

El primer muerto

Mientras observábamos, salió un grupo de hombres vestidos con ropa de paisano de debajo de los matorrales. Agitaron las manos y salieron más combatientes. Algunos eran niños, tan jóvenes como nosotros. Se sentaron en fila, agitando las manos y planificando una estrategia. El teniente ordenó disparar un cohete, pero el jefe de los rebeldes lo oyó cuando salió de golpe por encima de la selva.

–¡Retirada! –ordenó a sus hombres.

La explosión de la granada sólo alcanzó a algunos de ellos, cuyos cuerpos destrozados volaron por los aires.

La explosión fue seguida de un intercambio de tiros por ambos bandos. Me quedé con el arma apuntando delante, incapaz de disparar. Tenía el índice entumecido. La selva me daba vueltas. Me sentía como si la tierra estuviera del revés y yo fuera a caer, así que me agarré al tronco de un árbol. No podía pensar, pero oía el sonido de las armas a lo lejos y los gritos de los que agonizaban dolorosamente. Había empezado a caer en la pesadilla. Un chorro de sangre me manchó la cara. En mi ensueño abrí la boca y la saboreé. La escupí y me sequé la cara, y vi al soldado de quien procedía. Le salía la sangre de los agujeros de bala como agua que corre hacia nuevos afluentes. Tenía los ojos muy abiertos; todavía sostenía el arma. Me quedé mirándolo cuando oí gritar a Josiah. Llamaba a su madre con la vocecita más penetrante y conmovedora que había oído en mi vida. Me vibró en la cabeza hasta el punto de que me sentí como si el cerebro se me hubiera soltado de raíz.

El sol reflejaba las puntas de las armas y las balas que silbaban hacia nosotros. Los cadáveres empezaban a amontonarse uno encima de otro cerca de una palmera baja, cuyas hojas chorreaban sangre. Busqué a Josiah con la mirada. Una granada le había levantado del suelo y lo había lanzado sobre un tronco caído. Agitó las piernas hasta que sus gritos fueron calmándose gradualmente. Había sangre por todas partes. Parecía como si las balas cayeran en la selva desde todos los ángulos. Me arrastré hasta él y le miré a los ojos. Tenía lágrimas y los labios le temblaban, pero no podía hablar. Mientras lo miraba, las lágrimas fueron sustituidas por sangre que tiñeron sus ojos marrones de rojo. Me cogió el hombro como si quisiera apoyarse e incorporarse. Pero a medio camino, dejó de moverse. Dejé de oír los tiros, y fue como si mi corazón se hubiera detenido y todo el mundo estuviera inmóvil. Le tapé los ojos con los dedos y lo erguí. Tenía la espalda hecha pedazos. Le dejé en el suelo y cogí mi arma. No me di cuenta de que me había levantado. Sentí que alguien me tiraba de la pierna. Era el cabo; decía algo que no llegué a entender. Movía la boca y parecía aterrorizado. Me tiró al suelo, y al caer sentí que el cerebro se me movía en el cráneo y que la sordera desaparecía.

–Al suelo –gritaba–. Dispara –dijo, alejándose de mí a rastras para recuperar su posición.

Mirando hacia donde estaba él, vi a Musa con la cabeza cubierta de sangre. Sus manos parecían demasiado relajadas. Me volví hacia el pantano, donde había tiradores corriendo, intentando cruzar. Llevaba la cara, las manos, la camisa y el arma cubiertas de sangre. Levanté el rifle y apreté el gatillo, y maté a un hombre. De repente, como si alguien estuviera disparando desde mi cabeza, todas las masacres que había presenciado desde el día en que nos afectó la guerra volvieron a mí. Cada vez que dejaba de disparar para cambiar el cargador y veía a mis dos amigos sin vida, apuntaba con furia el arma al pantano y mataba. Disparé a todo lo que se movía, hasta que nos ordenaron retirada por un cambio de estrategia.

Cogimos las armas y la munición de los cadáveres de mis amigos y los dejamos en la selva, que había cobrado vida propia, como si hubiera atrapado las almas que se habían separado de los difuntos. Nos agachamos y formamos otra emboscada a unos metros de distancia de nuestra posición inicial. De nuevo, esperamos. Yo estaba junto al cabo, que tenía los ojos más rojos de lo normal. El no me miró. Oímos pasos sobre la hierba seca y apuntamos inmediatamente. Un grupo de tiradores y niños salió de los matorrales, a gatas, y buscó cobijo detrás de los árboles. Al acercarse, abrimos fuego y abatimos a los de la primera fila. Al resto lo hicimos correr hacia el pantano, donde los perdimos. Allí, los cangrejos habían iniciado un festín con los ojos de los muertos. Extremidades y cráneos fracturados se esparcían por el lodo y el agua del pantano se había tornado sangre. Dimos vuelta a los cadáveres y les arrebatamos la munición y las armas.

No me daban miedo aquellos cuerpos sin vida. Los despreciaba y les daba patadas para darles la vuelta. Encontré un G3, munición y una pistola que se quedó el cabo. Me fijé en que la mayoría de tiradores y niños muertos llevaban muchas joyas al cuello y en las muñecas. Un niño, con los cabellos despeinados, empapados en sangre, llevaba una camiseta Tupac Shakur que decía: “Todos me miran”. Perdimos a algunos veteranos de nuestro bando y a mis amigos Musa y Josiah. Musa, el narrador, había muerto. Ya no quedaba nadie que nos contara historias y nos hiciera reír en momentos de necesidad. Y Josiah... tal vez si le hubiera dejado seguir durmiendo el primer día de instrucción, no habría ido al frente a morir.

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