Domingo, 23 de marzo de 2008 | Hoy
Cuando nos acercábamos al edificio, salió un soldado con un G3 y se plantó en la puerta. Nos sonrió, levantó el arma y disparó varias rondas al aire. Nos caímos al suelo y él se rió de nosotros y volvió a entrar. Cruzamos la puerta y entramos en las tiendas que había dentro. El edificio no tenía techo, excepto una tela impermeable que cubría las cajas de munición y los rifles almacenados contra la pared, y en el único espacio común, un televisor enorme sobre un tambor destrozado. Unos metros más allá de la televisión había un generador, junto con bidones de gasolina. Los soldados salieron de sus tiendas y el sargento nos acompañó a la parte trasera, donde ninguno de nosotros había estado. Allí había más de treinta chicos; dos de ellos, Sheku y Josiah, tenían siete y once años. Los demás teníamos trece años, excepto Kanei, que tenía diecisiete.
Un soldado con ropa civil y un silbato colgado del cuello se acercó a un montón de AK-47 y nos dio uno a cada uno. Cuando se plantó delante de mí, evité mirarle a los ojos, pero él me levantó la cabeza hasta que le miré. Me dio el arma. La sostuve con una mano temblorosa. Después me dio el cargador y temblé aún más.
–Parece que todos vosotros tengáis dos cosas en común –dijo después de evaluarnos–. Os da miedo mirar a un hombre a los ojos y os da miedo coger un arma. Os tiemblan las manos como si el arma os apuntara a la cabeza. –Caminó arriba y abajo de la fila un momento y continuó–: Este rifle –levantó el AK-47– pronto os pertenecerá, así que más vale que aprendáis a no tenerle miedo. Por hoy esto es todo.
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