Dom 01.06.2008
radar

Malvinas ’78

› Por Alan Pauls

Revisé lo que YouTube tiene archivado sobre el Mundial ’78 y me llevé una sorpresa. El material está, están el gol de Bertoni contra Holanda, Videla que festeja, los ríos de gente en trance en la calle, la propaganda oficial que no para de politizar el campeonato, el logo del gauchito, la ceremonia inaugural, la entrega de la copa. Está “todo”, y lo que no está –los múltiples contraplanos siniestros: la ESMA, el terrorismo de Estado, el saqueo del país– se encargan de reponerlo las contraversiones militantes que se disputan la cartelera electrónica con la nostalgia deportiva. Pero –contrariando el efecto clásico de YouTube, que transforma cualquier imagen en un documento doméstico, es decir: en el único tipo de verdad que la sociedad está dispuesta a tolerar– todo parece armado, fabricado, urdido. Nadie que vea hoy los goles argentinos del ’78 puede creer realmente que fueron goles, es decir: acontecimientos más o menos imprevisibles de un juego cuyas reglas los promueven pero jamás los explican. No hablo sólo de los torpes, inverosímiles, payasescos seis goles contra Perú, que según los conspiracionistas –es uno de los momentos Costa-Gavras más intensos del revival de YouTube– le costaron a la Argentina la friolera de una visita de Videla y Kissinger al vestuario de Perú antes del partido, dos barcos llenos de trigo y 50 mil dólares destinados a algunos (no todos, no el pobre arquero, por ejemplo) jugadores peruanos. Hablo de todo. No termino de creer en la delicadeza con que los jugadores evitan chocar y el hecho de que en el minuto 83 lleven la camiseta metida dentro del pantalón, no creo en la lentitud de los pases y los tiros al arco, no creo en el sobretodo ni en los bigotes de Videla ni en ese tic de clown que lo hace puntuar sus frases parándose en puntas de pie, no creo en la sonrisa engominada y tanguera de Massera, no creo en las figuras que las tropas de gimnastas dibujan en el césped el día de la inauguración. Y creo que hago bien en no creer. Porque el Mundial ’78 fue una ficción de Estado. Una de las dos ficciones de Estado plenamente exitosas de la dictadura militar. La otra fue Malvinas.

Más que la represión, los campos o el plan Martínez de Hoz, la dictadura –lo verdaderamente siniestro de la época de la dictadura– es para mí esa pareja de fabulaciones perfectas: el Mundial ’78 y Malvinas. Dos acontecimientos que exigían de nosotros algo más que nuestros cuerpos, que nuestra verdad recóndita o que los frutos de nuestra fuerza de trabajo. Exigían nuestra creencia. Las fuerzas armadas, los torturadores y los programas del gran capital siempre nos han aliviado porque nos condenan al papel de inocentes, víctimas indefensas, meros objetos o soportes de una violencia que se nos impone desde el exterior. El Mundial ’78 y Malvinas, en cambio, nos implican –en el sentido más criminal de la palabra– porque sólo podían funcionar si sintonizaban con lo que era, al parecer, el núcleo mismo de nuestra humanidad: nuestra fe, nuestra ilusión, nuestro deseo. Ver a la gente lanzarse a la calle para festejar el campeonato del mundo es espeluznante porque es ver no una comunidad de víctimas engañadas, ni siquiera un rebaño de ciegos manipulados, sino una enorme masa de deseantes satisfechos. Si el Mundial ’78 (como Malvinas) sigue siendo para mí el highlight monstruoso de la dictadura, es porque lo que pone en escena no es un pueblo secuestrado con malas armas simbólicas por el fascismo; es el deseo de un pueblo en el momento mismo en que encuentra su saciedad en el fascismo.

Así, como para ratificar que el fascismo codicia la imagen pero es más ducho en asuntos de sonido (cfr. Malvinas otra vez, con su recuperación del rock nacional), veo el Mundial ’78 archivado en YouTube y pienso sobre todo en la música, en el contraste entre el efecto de autenticidad que producen ciertas melodías (la famosa marcha, que Ennio Morricone, en una operación de pereza o de sigilosa subversión, compuso con los descartes que le quedaron de la banda sonora de Sacco y Vanzetti) y la fraudulencia que destilan las imágenes, en la extraña pregnancia de ciertas voces (la dignidad amenazante de José María Muñoz), ciertos tonos (la bonhomía obediente, inofensiva, casi ovina, del chico del spot de propaganda que le alcanza al periodista extranjero el grabador que se olvidaba en el aeropuerto). No pienso en imágenes pero sí, sin duda, en lo que estuvo detrás de las imágenes, en su matriz, su laboratorio, en lo que quizá sea la única “obra”, la única institución político-cultural-comunicacional, el único monumento arquitectónico creado por y para la dictadura militar que persiste –misteriosamente intacto, misteriosamente indiscutido en sus connotaciones políticas, al revés de lo que ha sucedido con el edificio de la ESMA– en Buenos Aires: el Centro de Producción de TV en Colores Argentina 78, más conocido como ATC, que nació para trasmitir en color los partidos del Mundial y sólo cumplió la promesa con la final.

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