› Por Fernando D´addario
–Mami, ¿por qué nosotros no salimos a festejar?
La respuesta de mi madre podría haber estado a tono con mi condición actual de periodista de Páginal12 (si me hubiese contestado algo así como “no festejamos porque éste es el mundial de la dictadura...”), pero eligió otro camino y ya no la puedo cambiar. “Va mucha gente y se la pasan gritando y tocando la bocina como locos”, me dijo, privilegiando su gorilismo hormonal por sobre otras prevenciones ideológicas que hoy consideraría más pertinentes. Tampoco es que a los 12 años yo me hubiese visto atraído súbitamente por las multitudes ruidosas; más bien, mi entusiasmo celebratorio estaba atado a una tarea escolar que venía desoyendo: la de escribir una composición sobre “Los festejos de los argentinos en el Mundial”. La maestra de 7º nos había asignado ese trabajo cuando Argentina todavía no había jugado su primer partido, lo que revelaba, de su parte, un talento profético envidiable. Después del 6-0 a Perú, frente a la negativa de mis padres a participar de la fiesta y ante el ultimátum de la señorita maestra, me senté frente a la tele en blanco y negro y garabateé un puñado de arengas sobre “la unión de los argentinos”. Fue mi debut en el periodismo.
En realidad, yo quería que la Selección perdiera. Como no tenía familiares desaparecidos, ni presos, ni exiliados, aquella silenciosa campaña antiargentina jamás encontró un cómplice. Mi reticencia era, en todo caso, producto de una tergiversación ontológica: me habían hecho creer que el “Ser” futbolístico argentino era superior al del resto de los mortales, y que si hasta entonces no se había plasmado en resultados positivos se debía exclusivamente a nuestra falta de organización. Ahora que por fin estábamos organizados, el Mundial tenía que ser nuestro. Como yo, en todos los órdenes, establecía discutibles criterios de fortaleza y debilidad para elegir mis preferencias, me hacía hincha de cualquier equipo que viniese de Europa del Este. Todos me hablaban tan mal del comunismo que me daba lástima humillar aún más a los húngaros. Ni qué hablar de los pobres polacos. Mientras festejaba para dentro el sorpresivo gol del húngaro Csapo contra la Argentina, pensaba en la ley de las compensaciones. Esos tipos sí se merecían una alegría. ¿Qué sería de la vida de Nylasi y de Nagy una vez que dejaran la primavera argentina y tuvieran que volver a la opresión en Budapest?
Un par de años antes del Mundial fui llevado a conocer el barrio donde vivía con orgullo el Hueso Houseman (uno de mis ídolos de entonces y de siempre), en la villa del Bajo Belgrano. Quedaba a 15 cuadras de mi casa, pero mis padres me vendieron la excursión como si fuese una aventura antropológica de Lucio V. Mansilla en el siglo XIX. Cuando Houseman les metió un gol a los peruanos en el partido previo a la final, le pedí a mi viejo que me llevara de nuevo al Bajo, un lugar que me atraía y no sabía por qué.
–La villa no está más –me dijo.
Como la respuesta me pareció técnicamente inverosímil (¿a quién se le ocurre que un barrio un día esté y al otro día no esté más?), un mediodía salí de la escuela, me tomé el 107 y me bajé en Echeverría y Dragones. Un descampado enorme y silencioso selló mi incredulidad. “Vinieron los militares con la topadora y se llevaron todo lo que había; sacaron la villa por el Mundial”, me contó una vecina que no comprendía mi desolación. Mientras volvía en el 107 pensaba que algo debía andar mal para que a un ídolo como Houseman, que estaba por salir campeón del mundo, le hubiesen quitado su casa en el Bajo Belgrano.
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