› Por Rodolfo Rabanal
El Mundial arrancó el 1º de junio de 1978 en el remozado Monumental de Núñez con 80 mil espectadores en las gradas y un fasto inaugural de tono olímpico en el campo de juego. Recuerdo que el invierno se había adelantado de manera feroz y el frío de la mañana remitía a la helada percepción de crudeza que había ganado mi ánimo prácticamente desde marzo del ’76. Mi proyecto personal de esos días, desaconsejadamente impopular, consistía en escribir la que debía ser mi tercera novela pero que terminó en un borrador inconcluso y finalmente olvidado. La realidad insoslayable de la época seguramente me distrajo y atentó contra la construcción imaginaria en la que, anhelosamente, yo buscaba abrigo.
De todos modos, mis testimonios de los días de junio de 1978 carecen del brillo que les habría prestado el entusiasmo que confieren la ignorancia o el compromiso activo. Aquellos años, los de la dictadura, fueron para mí años perdidos y el ’78, desde luego, no lo fue menos. Yo no era un militante con un destino de lucha, no era tampoco un ideólogo con una misión más grande que la vida misma ni formaba parte de aquellos que, indiferentes ante lo que ocurría o partícipes proclamados de “la mano dura”, se encontraban en disponibilidad para disfrutar de “la fiesta de todos”. La mera frase, estampada como un slogan, me sonaba como lo que era: un insulto y una vergüenza. Para esa fecha, muchos de mis amigos vivían en el exilio y muchos otros, entre ellos el poeta Miguel Angel Bustos, habían sido asesinados. Mi propio hermano sobrevivía en la cárcel desde febrero de 1976 y tanto su primera como su segunda mujer habían sido asesinadas en 1977.
Si bien es cierto que se nos concedió a los hombres “la esperanza ciega” –según Esquilo en su Prometeo– era más que difícil imaginar una salida para la Argentina del Mundial; yo veía a la Argentina como un país equívoco y paralizado bajo el imperio del terror impuesto por un Estado cuyo ensañamiento jamás antes había sido tan crudo como lo era ahora. De modo que ni los goles prodigiosos de Kempes ni las destrezas de Ardiles o las pensadas estrategias del Flaco Menotti –sin duda innovadoras– alcanzaban a borrar el hecho de que vivíamos en el tiempo de los asesinos.
Una noche, habrá sido la del 2 o el 3 de junio, nos despertaron ruidos violentos en el piso de arriba donde sabíamos que no había nadie. A la mañana siguiente supimos que habían venido por un joven ingeniero, vecino nuestro, que días antes había partido a Europa. “La fiesta” no interrumpió la maquinaria represiva. Mi información no era abundante pero tampoco exigua, se decía que para junio del ’78 eran más de 22 mil las personas “desaparecidas” y que existían campos de exterminio en lugares insólitamente próximos. Resultaba inútil y grotesco que la voz cómplice de José María Muñoz procurara opacar el ruido de fondo exaltando “la decencia y la humanidad de Argentina”. El ’78 fue, junto con el ’76, uno de los años más crueles de la dictadura: había que limpiar el terreno y no mostrar testimonios. Nadie que pensara o escribiera podía estar seguro de su vida. O ése era, al menos, mi sentimiento diario. Naturalmente, mi agenda de direcciones estaba colmada de nombres satanizados por la represión. Mi propia vida social presentaba áreas inciertas: en una reunión cualquiera podías estrechar la mano de alguien que en horas distintas operaba en las sombras. Creo recordar que entonces observé por primera vez con total claridad cuál era el verdadero significado del término “siniestro” según Freud: el mal, el peligro ominoso estaba en la propia casa, enmascarado, disimulado, acechando y no afuera ni lejos. En la primera semana del Mundial, las brigadas nocturnas del gobernador militar de la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint James, secuestraron a un amigo mío que era un joven empresario judío –me guardo su nombre– sólo para arrancarle un rescate de un millón de dólares. Cuando lo soltaron el Mundial terminaba, él había perdido diez kilos en quince días y estaba marcado por los efectos de la tortura. Sus antecedentes políticos eran nulos. En julio se fue al extranjero por muchos años. Passarella alzaba la copa dorada del triunfo, el Papa bendecía a la Argentina y los holandeses, como se recordará, rehusaron estrechar, como subcampeones que eran, las manos de los miembros de la junta, en su lugar eligieron saludar a las Madres que daban la riesgosa vuelta en la Plaza de Mayo. Todo un desafío y una clarificación por contraste. Se los llamó malos perdedores, resentidos, antiargentinos. El invierno siguió siendo crudo y el triunfalismo, esa proclividad emotiva amante del desborde, no cambió nada en ninguna parte. Los Falcon verdes, tan tenaces como el frío, continuaban rastreando la ciudad acechada. Y en silencio nos preguntábamos qué futuro sería el nuestro.
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