› Por Juan Sasturain
Vivía en la Argentina, en Buenos Aires y en La Boca en 1978. Criaba chicos chicos que llevaba a la Bombonera a ver el especulativo y eficaz Boquita del impresentable Toto Lorenzo, laburaba de noche de corrector en el diario Clarín y usaba las mañanas para reescribir lo que sería Manual de perdedores. Cuando me salía, iba juntando los poemas que serían parte de Carta al Sargento Kirk. Había dejado por razones obvias de escribir en los medios desde 1975 y volvería a publicar recién a fines de ese año con una nota sobre El Eternauta y su desaparecido autor en Clarín Cultura y Nación, que por entonces salía los jueves. Meses después comenzaría en Medios y Comunicación y en Humor, los lugares que se iban abriendo para poder decir algo. Lo cuento para dar contexto.
Futbolero como soy, seguí a la Selección y disfruté y padecí el Mundial como cualquier hincha que quería que ganara Argentina, pero no estaba dispuesto a ir a la cancha, salir a festejar o hacerle la fiesta y compartir el festejo con los responsables de la dictadura. Y así fue. Nadie me (nos) iba a quitar el fútbol, se iba a apropiar del festejo, más allá de la fantasía de los milicos. He escrito ya, en La patria transpirada, sobre aquel momento, sobre la final con Holanda y más precisamente sobre un instante puntual de esa final: el toque de Resenbrink en el minuto final del tiempo reglamentario.
Se sabe: Argentina ganaba 1-0, nos empató Naninga de cabeza y, cuando se acababan los noventa, sale el pelotazo de derecha a izquierda sobre la cabeza de Olguín, llega el wing izquierdo naranja y ante la salida del Pato, la toca suavecito al gol. La pelota pasó al arquero y recorrió esos pocos metros hacia el arco vacío, pareció que entraba y... no entró. Pegó en el palo y salió. Zafamos.
Terminó el tiempo reglamentario, fuimos al alargue y ahí los pisamos: Mario Kempes hizo el segundo de guapo y Bertoni el tercero para liquidarlos. Ganó Argentina, fuimos campeones y nos abrazamos, fuimos felices en privado mientras mucha gente celebraba en la calle y los hijos de puta festejaban de sobretodo en el palco: los tenebrosos pulgares en alto de Videla han quedado en la foto.
Soy consciente de que esa noche hubo mucha gente amiga (adentro y afuera del país) que deseó que la pelota de Resenbrink entrara: si perdíamos, los milicos –el plan exitista de los milicos– serían los derrotados, perderían puntos e imagen y, ante el desencanto de la gente, durarían mucho menos en el poder. Yo quise entonces y sigo queriendo hoy (como muchos amigos adentro y afuera del país entonces) que la pelota no entrara. Quería ganar; argentino y futbolero, quería que Argentina ganara. Nadie me iba a arrebatar esa felicidad.
En esas pelotudeces –que no lo son, claro–, en esas cuestiones de ponerse adentro o afuera, de dónde se para uno, de con todos o contra algunos, de acompañar o subestimar, de cuanto peor mejor o de juntarse para celebrar lo que hay... En esas cuestiones, digo, seguimos a veces empantanados, dando vueltas. Casi diría que todos los días llega Resenbrink para definir.
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