Domingo, 27 de julio de 2008 | Hoy
Más que una serie, Mad Men es un anómalo acto de justicia: una serie de televisión diseccionando el siniestro momento, allá por fines de los ’50, en que la publicidad planeó tomar el mundo.
Por Rodrigo Fresán
La clave y el guiño –luego de esos brillantes títulos de apertura con hombre cayendo desde las alturas de un rascacielos tan al estilo de los que solía pensar Saul Bass para los films de Alfred Hitchcock– está ya en uno de los primeros episodios de Mad Men. Allí, Don Draper vuelve en tren a su casa en las afueras de Manhattan luego de un largo día en los pasillos y oficinas de la agencia de publicidad Sterling Cooper. Draper es un mad man: etiqueta que se las arregla para hacer comulgar la locura de un oficio y la contracción de Madison Avenue, donde a principios de los ‘60 floreció la idea de la publicidad tal como la conocemos, padecemos y disfrutamos hoy. Y Draper ha bebido un whisky de más y cae la noche y el cartel de la estación en la que se baja Draper anuncia que estamos en Ossining: el mismo suburbio residencial en el que, por entonces, un escritor llamado John Cheever ocupaba las páginas de The New Yorker contando las historias de hombres como Don Draper. Hombres enloquecidos por la idea de que, se supone, tienen todo para ser felices y sin embargo hay algo que falla en el teóricamente perfecto producto de sus vidas. Eso que algún publicista tan astuto como Draper bautizó como el Sueño Americano pero que cada vez se confunde y se funde más con la pesadilla del insomnio.
Mad Men es la brillante idea de Matthew Weiner, guionista y productor de Los Soprano. Weiner la ofreció a la HBO pero no mostraron interés. La AMC, en cambio, aceptó encantada y así esta serie –Globo de Oro a la Mejor Serie Dramática– se convirtió velozmente en prueba renovada de que estamos viviendo una nueva Edad de Oro de la televisión.
Mad Men propone un viaje en el tiempo a un pasado donde se creó nuestro presente. El momento exacto donde la sociedad de consumo comenzó a consumir a sus consumidores con una actitud un tanto gangsteril. El sitio preciso donde se establecieron las pautas de un nuevo mundo a dividirse y repartirse entre jefes, empleados, secretarias, esposas y amantes.
Y la agencia Sterling Cooper –donde todos fuman y beben y fornican y se traicionan alegremente con modales que hoy son políticamente incorrectos pero entonces eran las reglas del juego– funciona como un perfecto y feroz ecosistema donde un puñado de machistas y prejuiciosos hombres desesperados luchan entre ellos frente a mujeres que los contemplan con una rara mezcla de adoración y desprecio. Allí, Don Draper (un perfecto Jon Hamm) es el difuso héroe: un condecorado veterano de Corea con un don para vender lo que sea y ocultar un oscuro secreto familiar acostándose (exitosa empresaria judía o ilustradora chica beatnik) con todo lo que se le pone a tiro de su sexo en la ciudad mientras, en casa, espera una perfecta pero turbulenta esposa-Barbie al borde de un ataque de nervios y antecedente directo de las mujeres desesperadas de Wisteria Lane. Y a su alrededor, entre otros, orbitan la ambiciosa e ingenua Peggy Olsen, el patético y trepador conspirativo junior Pete Campbell, la secretaria fatal Joan Holloway, el cínico Roger Sterling, el director de arte y (Cheever otra vez) homosexual reprimido Salvatore Romano, y el jerarca casi zen Bertram Cooper quien nunca usa zapatos en la oficina y contempla todo desde las alturas de su oficina/monasterio donde se orquestan las campañas para revolucionar el diseño de un paquete de los cigarrillos Lucky Strike o la campaña presidencial de un tal Richard Nixon. Y algo no funciona del todo bien en la cabeza de los clientes y de los fabricantes y todos mienten salvo Jack Daniels y vamos a ver y a reír con El apartamento de Billy Wilder, dicen que es muy buena.
El look y la excelente dirección de arte termina de jerarquizar guiones implacables para describir una época y una profesión que –según alguien que estuvo allí– “no fue otra cosa que un montón de borrachos conversando entre nubes de humo de tabaco”. Pero lo verdaderamente interesante de Mad Men pasa no por el paisaje exterior sino por lo que sucede dentro, retratando el instante en que el hombre norteamericano descubrió que se podía ser muy infeliz siendo tan feliz en una atmósfera fumadora, alcohólica, adúltera, sexista, homofóbica, antisemita, adicta a las pastillas y racista donde el psicoanálisis es “el caramelo de moda” y las fajas reductoras producen orgasmos. Los trajes y camisas, eso sí, siempre impecables.
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