Domingo, 12 de octubre de 2008 | Hoy
Por Franco Volpi
La filosofía es un escándalo: el escándalo de la condición humana. Pues, por un lado, es una especial automodificación de la vida que pretende orientar la vida misma hacia su forma lograda, hacia la felicidad. Por otro lado, debido a su concentración en las cosas últimas, la filosofía nos aleja del mundo de la práctica, nos desvía de la vida concreta, de sus problemas, ocupaciones y quehaceres. Desde Tales, que, absorto en la contemplación de las estrellas, cayó en un pozo y acabó puesto en ridículo por una joven tracia, hasta Husserl, Heidegger o Wittgenstein, torpes e incapaces en la simple normalidad, la historia de la filosofía abunda de ejemplos y anécdotas que documentan la aparente inutilidad de la filosofía para la vida.
La gente desconfía de esta disciplina, glorificada en otro tiempo como la reina de las ciencias, y ríe cuando se da cuenta de que los filósofos se contradicen. Es difícil hacerle entender a la gente que la filosofía, precisamente, es el arte de contradecirse uno a otro sin anularse. La sabiduría popular siempre se ha burlado y siempre se burlará de la filosofía pues la considera un saber abstracto, inconcluyente, ineficaz. Para el hombre de la calle la filosofía no es nada más sino la lógica de aquel discurso que tiene por tema lo absurdo. O el arte de inventar razones para dudar de lo evidente. Peor aún: es un menú de mil páginas sin nada para comer. O bien la tentativa de capturar un gato negro en un cuarto oscuro sin lograrlo jamás, pero exclamando cada tanto: “¡Lo hemos atrapado, lo hemos atrapado!”.
Cierto, la filosofía no es algo inmediatamente evidente. Y los grandes filósofos -–como Nietzsche decía– son plantas raras. En cada siglo nacen, como mucho, tan sólo poquísimos. Es más: desde tiempo, sobre todo en el paisaje académico actual, parecen animales extintos.
Entonces, ¿cómo hablar de filosofía en su ausencia? Y, si pese a todo la echamos de menos, ¿cómo volver a ella?
Nos lo explica José Pablo Feinmann en esta asombrosa introducción, destinada a quien en la filosofía busque su placer, y únicamente su placer. Basta hojear los capítulos, entrar en sus temarios, seguir el hilo de su intrigante discurso para quedar fascinados e involucrados en los problemas que plantea, en las argumentaciones que desarrolla, en las aventuras especulativas en las que se compromete. Y para entender que la filosofía no piensa abstractamente, sino que está hundida hasta el cuello en el barro de la historia. Pues de la historia nacen, y en la historia mueren, todas las filosofías que pretenden explicarla.
Sea como sea, juzgar la filosofía en base a su eficacia práctica sería como evaluar un pez en base a su capacidad de vivir fuera del agua. Como no pretendemos demostraciones matemáticas de un orador, ni prolusiones hermosas de un matemático, tampoco sería oportuno pedir a la filosofía soluciones prácticas o receptas de felicidad. Los verdaderos problemas filosóficos no acosan al hombre para que los resuelva, sino para que los viva. Ya que la filosofía no resuelve nada sino complica todo, y sus complicaciones son la historia del pensamiento humano.
Por eso lo que encontramos en estas páginas apasionantes no son soluciones ni receptas listas, sino un inagotable tanque de ideas, un formidable gimnasio para pensar, un ejercicio de lucidez e inteligencia crítica que reclama emulación. Dialogar con los filósofos que Feinmann presenta nos entrena a pensar, a plantear problemas, a poner en cuestión y a averiguar la consistencia de las convicciones según las cuales vivimos. Nos enseña a vigilar, a luchar contra la resistencia tenaz de los prejuicios, a liberarnos de la tiranía de lo obvio y de lo habitual. Nos invita a asomarnos a la ventana, abiertos los ojos y las narices al viento, esforzándonos, por así decir, de mirar a través del vidrio tratando de ver el vidrio. Nos recomienda de estar alerta: pues la vida no siempre premia la inteligencia, pero siempre, inexorablemente, castiga la estupidez.
Feinmann nos proporciona una eficaz terapia filosófica contra la somnolencia de la razón. Una terapia que resulta mejor que la próspera literatura de autoayuda y también del Prozac. Es suficiente un ejemplo: ¿queréis entender qué es el amor? Después de toda la hidráulica del sexo que encontramos en la ficción contemporánea, leer el Banquete de Platón proporciona un éxtasis que mete alas a nuestra imaginación. A través de esta filosofía del amor entendemos por fin qué es aquella fuerza mágica de la naturaleza que llamamos eros y nos damos cuenta de que el sexo no resuelve ni siquiera los problemas sexuales.
Dialogar con los grandes filósofos que Feinmann nos presenta, entrar en sus teorías, seguir sus argumentaciones, es una excelente escuela de pensamiento pues nos obliga a enfrentarnos con lo que nosotros mismos no habíamos pensado. Feinmann nos mete a disposición los mejores maestros con los que podemos aprender, los mejores interlocutores con los que podemos dialogar, los libros que debemos leer. En suma, un patrimonio inestimable de sabiduría, conocimientos, consejos, a los que podemos recurrir en caso de necesidad. Un prontuario espiritual análogo –decía el filósofo-emperador Marco Aurelio– a la bolsa con el instrumental que el cirujano lleva consigo.
Por eso estas páginas no son neutrales: nos dejan más fuertes o más débiles, más felices o más tristes, más seguros o más inciertos, nunca como antes.
He aquí la mejor respuesta a todos aquellos, analíticos y continentales, que hoy en día tratan a la filosofía como a un perro muerto.
¿La gran filosofía ha muerto? ¡Viva la filosofía!
Es hora, con Feinmann, de volver a ella para intentar darle otra vez vida.
Estas líneas de Volpi son parte del prólogo a La filosofía y el barro de la historia (Planeta).
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