Domingo, 7 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Liliana Viola
Esto es así: todo hermano, hermana, hijo, marido o asistente de una gran diva –desde Joan Crawford hasta Madonna– en algún momento tendrá que recurrir a un tratamiento psiquiátrico. Pero hay algo más. Tarde o temprano el terapeuta le recomendará: “¿Y por qué no escribe todo eso en un libro?”. Los editores apoyan la prescripción médica, sobre todo después del éxito en 1981 de aquel devastador Mamita querida que lanzó la hija de Joan Crawford y que pronto se popularizó en una película bizarra protagonizada por Faye Dunaway. La hija (¿quién recuerda el nombre?) consiguió que la Crawford quedara para la posteridad como ícono de la maternidad perversa.
Turno de Madonna. El hermano menor que llegó a este mundo tres años más tarde que ella, seducido y abandonado por la diva, que ya no lo contrata como asistente en sus giras, ni como diseñador de sus mansiones, siguió los consejos de su terapeuta: “Al comenzar mi libro imaginaba poder aprender más sobre mí mismo y disociarme definitivamente de mi hermana. Y, en efecto, ha sido una liberación. Ahora que lo escribí, por fin acepté una realidad: nací de mi madre, pero me moriré siendo el hermano de Madonna”.
Pero el pobre Christopher Ciccone ha llegado tarde una vez más. Life with my Sister Madonna, que apareció a principios de año en Estados Unidos, ya está desactualizado y desacreditado a causa del reciente divorcio de su hermana. Ciccone dedicaba un capítulo entero a argumentar por qué Madonna y Guy Ritchie nunca se iban a separar, fundamentando con textos de la Cábala y con su intuición fraterna. Una teoría conspirativa y familiar podría fantasear con que Madonna se separa exclusivamente para arruinarle vida y negocio al pobre Chris. Su libro ya no importa tanto. Los fanáticos ahora esperan el diario que ella prometió sobre el divorcio, y las revelaciones de Ciccone parecen un juego de niños comparados con los insultos y secretos de alcoba que reveló el flamante ex. Según el libro –escrito también para reparar a sus acreedores, ya que luego de “haber pasado los últimos veinte años de mi vida ayudándola a convertirse en estrella, sosteniéndola y protegiéndola, no he sido recompensado financieramente”–, los grandes pecados de Madonna son detalles que no hacen otra cosa que reafirmar su condición de star. Toma exclusivamente agua Evian a temperatura ambiente, exige cuartos, camarines y adornos color blanco, siente adoración por su Mercedes descapotable, pero en diez años no lo usó ni un solo día porque ella no expone su piel a los rayos del sol, se ha puesto botox en los labios aunque lo niega a muerte, no asiste a fiestas del espectáculo ni a la televisión porque es incapaz de ser divertida ni hablar largamente de ningún tema que no sea ella misma. Le censura a su hermano la amistad con Kate Moss y con Naomi Campbell, “esas modelos drogadictas”, aunque por suerte una de las pocas que lo ha comprendido y que hasta casi le da un trabajo ha sido Donatella Versace, “la proveedora de la mejor cocaína que probé en mi vida”. Madonna lee y se ríe de las críticas adversas (recibe de éstas luego de cada una de sus películas), pero hasta hace unos años llamaba desesperada a su hermano con la misma pregunta: “¿Te parece de verdad que estoy más gorda?”.
Si hubiera que señalar la infidencia más bestial que comete este hermano fluctuante entre la devoción y la revancha es la foto que eligió para la edición original de Life with my Sister Madonna y que aparece religiosamente en todas las versiones traducidas. Es una Madonna de cincuenta años sin photoshop y virando tanto la vista hacia un costado que parece sin pupilas, diabólica. Ni más linda, ni más fea, simplemente una foto que ella, cuya frase de cabecera es –según anota su hermano– “esto no es una democracia”, habría tirado al fuego. “Voy a responder qué se siente ser el hermano de Madonna”, propone Chris en la introducción. Y luego de ver el resultado –400 páginas de conmiseración y lágrimas– se puede concluir que es un mal menor pero, igual, no se le desea a nadie.
En cada gira soy testigo de cómo los bailarines se dejan deslumbrar por Madonna. Los veo acercarse paulatinamente pensando que llegan al paraíso, al santuario de los santos, la perfecta amistad platónica. Para luego, al final de la gira, encontrarse arrojados a un mundo glacial en el que sólo queda no verla nunca más, salvo que sea por televisión o en alguna película. Mientras tanto, en cada gira, invariablemente hay un bailarín que ella elige como favorito. Es el que pasará más tiempo con ella, el beneficiario de su atención y con quien entablará una relación más íntima: siempre es un bailarín hétero. En Virgin Tour ese rol le correspondió a Lyndon B. Johnson. En Who’s that Girl? fue Shabadu. En Blond Ambition, Oliver Crumes. Y en Girlie Show, Michael Gregory. Todos fueron sacados de las audiciones. Cuando Madonna pasa revista a los aspirantes, como una especie de Catalina la Grande, en realidad inspecciona los rasgos de sus amantes potenciales. En el caso de Michael, habíamos hecho audiciones en Nueva York y en Hollywood. Seleccionamos diez candidatos, los filmamos y sacamos unas polaroids. Luego mi hermana y yo nos reunimos a evaluar el material. De todos los bailarines, Michael era el menos dotado y con menos personalidad. Sin embargo, Madonna lo defendió e insistió para que estuviera y yo me di cuenta de que no valía la pena intentar tener la última palabra. Efectivamente se convirtió en su hétero elegido de turno, el personaje en el que ella se refugia cuando se cansa de tanto gay –yo incluido– y ante quien se mostrará maternal, tierna y hasta afectuosa. Si la pregunta es si tiene sexo con ellos, habrá que decir que le sirven como reaseguro frente a la soledad de los viajes largos.
Me llama por teléfono Demi Moore y me dice: “Ayer a la noche me pasó una cosa francamente bizarra. Tu hermana nos invitó a cenar a su casa a mí y a Ashton. Nos vestimos volando, llegamos y nos encontramos con Madonna y Guy vestidos con ropa deportiva. Nos sentamos a comer, habíamos terminado el primer plato cuando Madonna se levantó de la mesa y nos dijo: ‘Guy y yo nos vamos a ir a ver una película, ustedes pueden quedarse acá comiendo’. Nos miramos con Ashton y no podíamos creer lo que estaba pasando”.
Esta es la prueba de cómo en los últimos tiempos mi hermana ha perdido el contacto con la realidad de las otras personas. Antes solía preparar riquísimas cenas vegetarianas. Aunque de todas las compañeras de la Cábala, quien proponía los mejores platos siempre fue Demi.
Le tuve mucha pena cuando vi cómo le temblaban las manos al cantar en la televisión su canción “Sooner or Later (I Always Get my Man)”. Si hubiera tenido que cantar para una multitud de admiradores, no habría tenido ningún problema. Pero esta vez lo estaba haciendo ante una sala repleta de actores y actrices muy conocidos, un mundo al que ella no pertenece y que no la respeta como actriz y en el que ella tanto quiere ser respetada. Por eso tenía los nervios a flor de piel. Lo mismo le pasó en 1994 cuando participó en Late Show, que dijo la palabra puta unas trece veces porque estaba tan aterrada que no encontraba las palabras para expresarse. Cuando quise sacarle el tema, ella negó completamente que haya tenido este problema en televisión y se contentó con responder: “Dije exactamente lo que tenía ganas de decir”. Ese es su carácter: minimiza sus angustias, les quita importancia. Y juega la carta de la ofensiva. Creo que el único rol que es capaz de hacer bien es el de ella misma. Un rol que ella creó y que ella actúa. ¡Y qué rol! Mezclen ustedes Shirley Temple y Betty Page, Elizabeth I y Lucille Ball, Bette Davis y Doris Day, y tendrán una idea de la artista que todos conocen con el nombre de Madonna.
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