EL CIRCO EN LIBROS, PELíCULAS, SERIES Y CANCIONES
› Por Rodrigo Fresán
Un fin de semana de 1932, un joven de doce años entró a una atracción de un circo itinerante. Allí, un tal Mr. Eléctrico tocó la punta de la nariz del joven, una descarga recorrió su cuerpo, y el mago le ordenó: “¡Vive para siempre!”. El joven salió de allí, comenzó a escribir, y ya no se detuvo nunca. Su nombre era y sigue siendo Ray Bradbury y, sí, todo indica que –¡abracadabra y presto!– vivirá para siempre.
Con los años, Bradbury regresó al ambiente circense ya sea en los relatos de El hombre ilustrado o en la novela La feria de las tinieblas. No ha sido el único, claro, y tal vez la novela definitiva sobre el tema sea esa rareza irrepetible que es El circo del Doctor Lao de Charles G. Finney. Porque el circo siempre ha funcionado muy bien como escenario. El circo como micro-sociedad con macro-pasiones. Allí bajo las lonas de ese perfecto triángulo conformado por artistas, animales y público pueden presentarse las más feroces y divertidas historias. Y para comprobarlo –pasen y vean– basta entrar a la Trilogía Deptford de Robertson Davies, Un hijo del circo de John Irving, Shalimar el payaso de Salman Rushdie o el reciente best-seller Agua para los elefantes de Sarah Gruen. Todos haciendo equilibro sin red y sobre esa delgada cuerda floja que apenas separa a los espectadores de las atracciones. Todos sabiendo pero no queriendo admitir que los afiches de los circos como los de los partidos políticos en campaña prometen mucho más de lo que pueden o quieren dar. Y muy a menudo aquel que se presenta como valiente domador de leones acaba resultando el menos divertido de los payasos. Ya se sabe: el circo de la política y todo eso.
Otros no tuvieron la suerte de Bradbury. Mi primera referencia circense fue ver a Gaby, Fofó y Miliki aullando aquello de “Había una vez... ¡un circo!” o a Leslie Caron cantando su “Hi-Lili, Hi-Lo” a un títere. Por suerte no demoré mucho en someterme a una dosis de Freaks de Tod “One of Us!” Browning, donde comprendí de inmediato que el circo no es otra cosa que un complejo sistema de castas y jerarquías: empresarios como P. T. Barnum y Buffalo Bill, el maestro de ceremonias, los domadores, la amazonas a caballo, los magos y los trapecistas ocupan el sitial más alto; a mitad de camino se encuentran los payasos; y abajo reinan los fenómenos como el Hombre Elefante, Pinocho, El Hombre Que Ríe, esos personajes siniestros sin brazos o piernas que tanto le gustaban a Lon Chaney Sr., aquel artista del hambre de Franz Kafka, los ingenios mecánicos que llevan el circo a las cortes y teatros en los relatos de Steven Millhauser, los entrenadores de pulgas (recordar Mr. Arkadin) o los sufridos héroes de esas obras maestras alucinatorias que son Los cristales soñadores de Theodore Sturgeon, Noches en el circo de Angela Carter, Amor profano de Katherine Dunn (donde una mujer embarazada deforma y muta a sus fetos con ayuda de la radiación para aumentar y mejorar su troupe de atracciones deformes) o esa davidlynchiana (en el mejor y peor sentido del adjetivo) serie de la HBO que fue Carnivale. Chaplin y los hermanos Marx pueden haberse reído y hecho reír con todo eso. Pero lo cierto es que hay poco de qué reírse. Visiones desgarradas o poéticas como las anunciadas por films como Las alas del deseo o esos cuadros un tanto desafortunados de Marc Chagall y lo menos impresionante del impresionismo y lo menos redondo del cubismo y alrededores no alcanzan a disimular el hecho de que hay una jungla ahí dentro (de eso trata Dumbo). Y de que (casi) todos los payasos son tristes. Desconfiar de las pretensiones de esos payasos new age que son los mimos o los bufones del desodorizado Cirque du Soleil. Ahí están clásicos como La strada y aquel otro documental de Fellini (I Clowns) y –todos los niños y bastantes adultos lo saben– pocas cosas dan más miedo que un payaso. Para comprobarlo basta con temblar frente al monstruoso Pennywise del It de Stephen King, al Joker de Batman, al amoral Krusty de Los Simpson o al Punchinello Beezo en esa genialidad que es el Life Expectation de Dean Koontz donde se revela la eterna y secreta guerra entre payasos y trapecistas. Bien lo explicó el comediante Jack Handy cuando recordó: “Para mí, los payasos no son graciosos. Me pregunto cuándo fue que comencé a verlo así y tal vez todo esté relacionado con esa vez que fuimos al circo y un payaso mató a mi padre”.
“El tiempo es como un circo: levanta campamento y se marcha”, explicó Ben Hecht. “Cada país tiene el circo que se merece. España tiene las corridas de toros, Italia la Iglesia Católica y Estados Unidos tiene a Hollywood”, repartió Erica Jong. “Circo: lugar donde les está permitido a caballos y elefantes ver a hombres, mujeres y niños haciendo el tonto”, definió Ambrose Bierce. Y aun así, el circo también puede llegar a ser romántica e idílica Tierra Prometida. En Tiempos difíciles, Charles Dickens lo presenta como mundo feliz y libre en comparación a la envarada sociedad victoriana. Pylon es para mí una de las mejores novelas de Faulkner (transcurriendo en un circo aéreo) y la también voladora The Great Waldo Pepper una de las mejores actuaciones de Robert Redford. El primer Bob Dylan mintió a los reporteros un pasado funambulesco y nómada para sentirse más interesante y épico. Los Beatles grabaron la lisérgica “For the Benefit of Mr. Kite” a partir de un póster circense y Los Rolling Stones no demoraron en invitar a la carpa de su Rock and Roll Circus. Y Circus es el título del nuevo de Britney Spears y Circo Beat de Fito Páez y “The circus is in town” canta Bob Dylan en “Desolation Row” y, si me lo preguntan, “El oso” de Moris hoy se arrepiente de haber dejado ese sitio con comida incluida.
Y Burt Lancaster saltó a la fama desde un trapecio a Trapecio en Hollywood. Pero son las excepciones. Por lo general, el circo es un lugar bastante siniestro. Ideal para ser utilizado como fachada de terroristas (en Octopussy, floja entrega de James Bond) y hasta de científicos locos (en el clásico gore-trash Circus of Horrors) y chupasangres (Vampire circus; el Théâtre des Vampires en Entrevista con el vampiro es la versión snob à la Cirque du Soleil de la cuestión). Y a no olvidarlo nunca: en las novelas de John Le Carré protagonizadas por George Smiley, al servicio secreto inglés se lo llama El Circo.
Una cosa asombra e inspira respeto y algo más de pena: desde los tiempos del circus maximus desde el esclavo Espartaco y del gladiator Maximus Decimus Meridius hasta ese circo criollo con gauchos llegando al milenarismo high tech, poco ha cambiado aquí. El “pan y circo” ha sido suplantado por el “hamburguesa y circo” pero –saludos de Ronald McDonald– nos los sigue vendiendo un siniestro payaso que, a la hora de la verdad, siempre se ríe de que nosotros paguemos para entrar ahí y nos traguemos todo eso, para siempre, mientras los animales nos miran.
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