Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
OBAMA - FRANKLIN D. ROOSEVELT
Con un gobierno carcomido por los intereses privados, pigmeo frente a dinámicas que lo superan para siempre, mezclar la crisis del ’30 con el momento actual es confundir a un bebé de un año con un anciano de noventa sólo porque los dos se hacen pis en la cama.
Por Alfredo Zaiat
“Cuando hay antiguos asesores económicos de Ronald Reagan, antiguos asesores económicos de John McCain y antiguos asesores económicos de George Bush que dan consejos similares a los de los asesores de Bill Clinton y Jimmy Carter, da la impresión de que existe cierto consenso en todo el espectro político.” Barack Obama, The New York Times, enero 2009.
La veloz destrucción de riqueza monetaria y social que sigue provocando la crisis global en los países desarrollados induce a evaluar con cautela el escenario de los pronósticos sobre la estrategia que impulsará Barack Obama para rescatar a la economía de Estados Unidos. Si la referencia es esa respuesta brindada por el presidente electo al periodista John Harwood, las perspectivas no son alentadoras, pues esos asesores han sido parte de la elite responsable de la presente crisis. Tampoco son señales aliviadoras si se le agrega que entre los integrantes de su equipo económico ha incluido a Lawrence Summers, que durante la gestión Clinton fue el encargado de instrumentar la amplia desregulación en el funcionamiento del mercado financiero que derivó en el presente crac, y que también sumó, entre otros, a Paul Volker, presidente de la Reserva Federal (banca central estadounidense) de los tiempos de Clinton y de Reagan.
Pese a ello y a una previsible ambigüedad en las semanas previas a asumir, no se debe ignorar el sorpresivo cambio en el discurso en relación con las causas que provocaron la crisis y con las medidas necesarias para paliar sus efectos devastadores en la economía real. Obama habló de mejorar los sistemas de regulación financiera, de orientar los recursos a crear empleo, de manejar los fondos con prudencia. Sostuvo que no quiere intensificar la intervención del gobierno a largo plazo, prefiriendo que fuera el sector privado el que estuviera liderando la recuperación. Pero como éste no está en condiciones de liderar nada, Obama dejó explícito que será el Estado el que asumirá esa tarea. En ese sentido señaló en ese mismo reportaje que “todos los economistas, tanto conservadores como progresistas, están de acuerdo hoy en que necesitamos un plan de recuperación importante para ayudar a poner en marcha de nuevo la economía, que a corto plazo va a costar mucho dinero, pero que siempre será mucho menos que el que nos supondría el dejar que la economía prosiga en el espiral de deterioro que ha emprendido”.
En esa instancia aparece la inevitable comparación acerca de si Obama instrumentará un nuevo New Deal, revisitando el proceso que inauguró Franklin D. Roosevelt para enfrentar la Gran Depresión de los años ’30, que implicó un cambio sustancial en el papel del Estado en la economía. El plan de Roosevelt buscaba, con una amplia intervención del sector público, reconstruir el conjunto de la economía de su país y, en primer lugar, elevar el nivel de vida de los propios ciudadanos. Cerró bancos dejando el 75 por ciento de las entidades funcionando en todo el país; declaró el fin del Patrón Oro, lo que implicó una fuerte devaluación; inició un control directo de los precios y de la producción por parte del gobierno a través de la Ley de Recuperación Industrial Nacional, que establecía regulaciones sobre horas máximas y salarios mínimos en ciertas industrias, y otorgaba el derecho a los trabajadores a sindicalizarse; se aprobó la Administración de Crédito Agrario para fortalecer las cooperativas agrícolas y estabilizar los precios y se inició una política de subsidios agrícolas que aún continúa; se dispusieron medidas destinadas a crear empleos mediante millonarias inversiones en un vasto plan de obras públicas.
Toda esa batería de iniciativas, que provocó una profunda transformación de la economía estadounidense en un marco inicial de resistencia del poder tradicional, recién pudo terminar de rescatarla de la depresión al impulsar el complejo industrial-militar con la Segunda Guerra Mundial. Recién luego del triunfo de los Aliados, la economía de Estados Unidos empezó a transitar los denominados treinta años dorados del capitalismo.
Ahora, y siempre teniendo en cuenta las diferencias de época y de situaciones complejas involucradas, Obama se enfrenta a una crisis de proporciones que Estados Unidos no sufría desde la década del ’30 del siglo pasado. Y, pese a los análisis que señalan el inicio del retroceso de la hegemonía estadounidense, la dinámica de la acumulación capitalista sigue siendo en muchos aspectos similar. Por ese motivo el devenir del gobierno de Obama en sus primeros pasos para abordar la crisis será clave porque, debido a la posición relevante que aún ocupa Estados Unidos, cualquier cambio en sus políticas, ya sean externas o internas, tendrá un considerable impacto en el resto del mundo.
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