Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
OBAMA - KENNEDY
Por Ernesto Seman
Qué casualidad que la red del Mandato Histórico caiga, abrumadora, sobre el cuerpo de un huérfano. El mundo se lanza a fijar a Barack Obama en alguna referencia pasada con la que tenga una deuda y que le dé sentido a su existencia, y repite el gesto que marcó la vida política del nuevo presidente.
Apenas debajo de sus modales aplicados, en Obama se ve al hombre desesperado que trata de armarse un pasado, emergiendo de los negros del ghetto de Chicago, de la elite de Harvard, de la lucha por los derechos civiles, a fuerza de linajes diversos en los que no termina de encajar. En su etnia dispersa, los hogares y países cambiantes, los padres a medias, está ese barro imperfecto de aquel condenado construirse un origen que estará, siempre, un paso más allá.
Que Obama “represente” otro momento histórico es un ancla caprichosa para esa figura huidiza. Entre las comparaciones más usuales, la de Kennedy es de las más descabelladas; y no sólo porque Obama padre no era uno de los 12 hombres más ricos de Estados Unidos, sino que a fines de los ’50 llegó de Kenya en los vuelos que el nacionalismo panafricano imaginó como el comienzo de una nación transoceánica. Frente al mandato predestinado de Kennedy, él no tiene ninguno. A su solidez inconmovible la traiciona un tartamudeo que desnuda el origen plebeyo de su aplomo, la incorporación tardía de los modos de la elite que Kennedy o Roosevelt mamaron en la cuna. Lo traiciona su innata necesidad de pensar antes de hablar, hasta lograr “el negro que no se enoja”, el presunto oxímoron que dejó sin argumentos a sus exasperados adversarios de la derecha y a sus desconfiados aliados de la generación de los derechos civiles.
Más que psicología, esto es el fruto perfecto de la política en actos, la del hombre público creándose en las condiciones históricas de su momento, de forma tal que la vida de millones sufra o disfrute de ese esfuerzo. Eso está en sus manos, y poco más. La historia, la verdadera, no es el pasado ni, mucho menos, el futuro, sino el presente. Y en política, es el presente inmediato y pedestre de la acción. Tras Kennedy, la Gran Depresión será su otro fantasma a expurgar: quien crea que su gobierno debe repetir un New Deal está emplastando los dos extremos irreconciliables del largo siglo XX, el apogeo y la caída del Estado americano. Con un gobierno carcomido por los intereses privados, pigmeo frente a dinámicas que lo superan para siempre, mezclar la crisis del ’30 con el momento actual es confundir a un bebé de un año con un anciano de noventa sólo porque los dos se hacen pis en la cama.
El Traidor lo sabe, deberá inventar algo nuevo, desconocer activamente los legados, trampolinear sobre el pasado. En uno de sus discursos más brillantes, Obama recordó: “Si estoy hoy acá con ustedes, es porque otros marcharon antes que yo, es porque otros lucharon para que esté acá”. Habló de Martin Luther King, de la Generación de Moisés, “que no llegó a cruzar el río para ver la Tierra Prometida”, y de la Generación de Josuá, que venía a terminar la tarea, a fuerza de no respetar a sus padres. “Estoy aquí, parado sobre los hombros de gigantes”, dijo el nuevo presidente frente a la plana mayor de la vieja guardia de la lucha por los derechos civiles, reconociendo sus deudas, pero dejándolas al otro lado del Jordán. Después de tanto macerar su pasado, la única forma en la que Obama podrá hacer historia es liberándose de ella.
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