› Por Guillermo Saccomanno
A Benedetti lo descubrí a los dieciséis años mientras trabajaba en una oficina. Lo que Benedetti narraba en sus versos tenía que ver con las tristezas del encierro, la rutina y el escritorio. A través de Benedetti podía ver diferente una birome, una planilla, un sello, un memorándum. Desde entonces hasta su muerte hace unos días, Benedetti escribió mucha poesía. Practicó además del costumbrismo, la denuncia. Es cierto que sus poemas políticos orillan el panfleto. Pero explican mejor la dialéctica del imperialismo y la explotación del subdesarrollo a quienes quizá no accedan ni a Marx ni a Gramsci. Menos pretenciosos y más coloquiales son sus poemas de amor, versos de una prehistoria de las cuestiones de género, versos coyunturales de una intimidad clandestina de reservado, manos buscándose sobre el mantel y dos cafecitos. Esa sencillez suya está siempre al borde de lo cursi, pero tiene un mérito: toca ese corazón melodramático del que nadie está libre. Nadie.
Benedetti integró el brazo político de los Tupamaros. Supo del exilio. Nunca renegó de su compromiso. Una coherencia fuera de moda. Angel Rama, el crítico literario compatriota de Benedetti, en su diario, le observó el candor, ese candor con que actuó como intelectual oficial del castrismo ante el caso Padilla. Rama defendía a Benedetti por su buena fe. Y al considerarlo así –no creo que hubiera inocencia en Rama– lo rebajaba a Benedetti a la categoría de idiota útil. Sin embargo, Rama le reconoció un hallazgo a Benedetti: un talento epocal, el suyo para captar lo gris. Poemas de la oficina y su novela La tregua merecen una lectura en sincro. Penas, derrotas y, de tanto en tanto, un entusiasmo chico. Benedetti es el poeta de la clase media uruguaya y no sólo: lo que explica por qué pegó y pega tanto acá. Benedetti, él mismo asmático, con su enfermedad de ahogo, escribe sobre estos hombres y mujeres resentidos. Su poesía es la de alguien que se sienta y escribe, oficioso, como un oficinista, todos los días. No es casual que su poesía completa la bautizara Inventario. Su idea del amor, como la de la “utopía” –ese absoluto de progres conformistas–, es en buena medida burocrática, porque hasta sus asombros parecen de aguinaldo.
Por su lado Onetti, bastante escéptico en materia erótica, no se lo tomaba muy en serio. Lo juzgaba con una sobradora misericordia. Hace unos años, entrevistado en un documental sobre Benedetti, Gelman declaraba que gracias a esta poesía sencilla muchos lectores pudieron quizás conocer más tarde una poesía mayor. Para rabieta del elitismo, los poemas de Benedetti fueron canciones. Y volaron por el mundo. Quienes lo leían y cantaban sus letras no eran lectores de Mallarmé y Pound, pero encontraron en Benedetti una voz que los representaba y expresaba lo que muchos no sabían cómo decir. ¿No es acaso esa la función de la poesía: decir lo que no se sabe cómo nombrar? Convengamos, no ha sido poco el mérito de este poeta que supo alcanzar esos lectores que una supuesta alta cultura menosprecia. Tal vez el “poeta menor” –como lo habría calificado un Borges presumido– no lo sea tanto. Tal vez no se reduzca su gloria a ser “un nombre en el índice de una antología”.
Permítanme una anécdota ahora. Hace unas semanas tuve que hacer un trámite en ese monumental edificio de la burocracia municipal en Carlos Pellegrini al 200. Tribunales, despachos, reparticiones de la nada. Archivos, pilas de expedientes, mostradores, computadoras viejas. No fue casual, me digo, que en la pared de un armario de metal gris encontrara, pegado con cinta scotch, un poema de Benedetti: “Lunes”. Dice: “Volvió el noble trabajo/ aleluya/ qué peste/ faltan para el domingo/ como siete semanas”.
Estoy seguro de que en ese edificio mañana habrá quienes sentirán más la pérdida del poeta que todas las columnas de constricción que se publicarán en tono de réquiem en estos días. También sé que aun cuando una disposición del intendente ordene quitar todas las cosas que se pegan en un armario, dibujos de chicos, fotos de novias, calcomanía con refranes, igual ese poema, que se sentía tan a gusto entre estos souvenirs personales, resistirá encontrando sus lectoras y lectores de escritorio con el cajón entreabierto, protegiéndose de la mirada vigilante del jefe.
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