UNA ENTREVISTA DE MARIA ESTHER GILIO A BENEDETTI
› Por María Esther Gilio
Me gustaría que empezaras por recordar tu vida en el momento en que escribiste La tregua. ¿Por qué esa historia difícil de imaginar en un escritor joven? ¿Qué edad tenías cuando la escribiste?
–No tan joven. Ya estaba casado. Tendría 25.
Hoy estarías saliendo de la adolescencia. ¿Cómo fue, entonces, que se te ocurrió esa historia?
–Yo trabajaba en las oficinas de Piria, donde estuve 15 años. Entré como pinche y llegué a gerente. En una época tenía tres empleos, y Luz también trabajaba. Claro que entonces uno podía conseguir los tres empleos. En un momento, siendo yo oficial de contaduría, mi jefe, viudo desde hacía un tiempo –un tipo muy bien, muy macanudo y muy calmo–, empezó a comportarse con una alegría de vivir que en él era desconocida. Un día yo le digo “Pero, don Diego, ¿qué le pasa que está tan bien últimamente?”.
El, para vos, era un viejo. ¿Qué edad tiene Santomé?, ¿cincuenta?
–Más o menos cincuenta. Cuando le pregunto me dice “Vamos al café, te voy a contar”. Fuimos. “Estoy enamorado –me dice–. Pero el problema es que esta muchacha tiene la mitad de mis años. Tiene 26. ¿Qué voy a hacer?” “¿Por qué no se casa?”, le digo yo.
Y volvió a enviudar.
–Eso pasa en la novela. En la vida pasó lo que era lógico, él murió antes que ella.
Me explicaste alguna vez que Avellaneda debía morir para que ese amor no fracasara.
–Sí. Para evitar el fracaso había que matar a Avellaneda. Cuando salió la novela, unas cincuenta mujeres hicieron una reunión en un apartamento de Pocitos, a la que me invitaron. Allí me reprocharon que hubiera matado a Avellaneda. Yo les decía que la había matado en beneficio de la historia de amor. En 15 años Santomé iba a ser un viejo, tal vez moriría. Qué triste. Más o menos las convencí.
Tu visión, en ese momento, era que tal diferencia de edad indefectiblemente terminaba con el amor. ¿Pensás hoy lo mismo?
–Hoy tenemos muchos ejemplos en contrario. Picasso, Alberti, Casal, Borges.
¿Cómo era Montevideo en la época de la novela?
–Estábamos en el auge del empleo público. La familia para considerarse familia debía tener un miembro empleado público.
Estaba aquella frase tuya donde decías que Uruguay era la única oficina del mundo que había alcanzado la categoría de república. Tus poemas de la oficina también son buenísimos. Pero no eras empleado público.
–Era, sí. Antes de trabajar en Piria trabajé cinco años en la Contaduría General de la Nación. En esa época, para despedir a un empleado público creo que debían reunirse las dos cámaras. Tenía que haber desaparecido con el tesoro de la nación o matado al jefe de la oficina. Despedir era casi imposible. El empleo público era la seguridad. Y este país era el país de la seguridad. La gran palabra era ésa. Hasta que vino la dictadura y todo eso se fue al demonio. Echaron, nombraron a dedo.
La tregua fue la primera novela que escribiste.
–No, la primera fue Quién de nosotros, donde la historia está relatada desde tres lugares diferentes. Son tres versiones de una relación de pareja.
Una especie de Rashomon.
–Puede ser, era la época. Hay un marido que escribe su diario, una mujer que escribe al marido una larga carta donde le dice que se va con su amigo, el de él, y finalmente, está la versión del amigo –que era escritor– y hace un cuento sobre la relación con la mujer, pero con notas al pie de página donde contradice todo lo que aparece ocurriendo en el cuento.
A Onetti le gustaba mucho esa novela.
–Sí, cuando la leyó me llamó y me dijo: “Me echaste a perder una novela que estaba escribiendo con la misma técnica”.
En Quién de nosotros tenés una estructura que facilita el camino. En cambio en La tregua te enfrentás a uno de los difíciles problemas que se le plantean al novelista: desde dónde se cuenta la historia, quién la cuenta.
–Con La tregua barajé varias posibilidades. Que contara un narrador en tercera persona, pero me pareció que para que el tema tuviera la comunicación y el calor necesarios tenía que ser el protagonista quien contara. Santomé, él sería el mejor instrumento.
Era, además, a través de él que te había llegado.
–Claro, aunque yo lo cambié mucho a él, y a las circunstancias de su vida. Le adjudiqué tres hijos, decidí que uno fuera homosexual. Un día, años después –Fiorello, mi compañero de oficina, ya había muerto–, me encontré con el único hijo que tenía. Me dijo “¿Cómo lo metiste al viejo en la novela?”. Yo nunca lo había dicho. Pero ellos se dieron cuenta.
¿Conociste a quien luego llamaste Avellaneda?
–Sí, la conocí. Físicamente no tenía nada que ver con el personaje. Y en el resto no sé. La edad sí era la misma.
En La tregua hay otros personajes.
–Esos son inventados. El amigo que viene del exterior, que me permite alguna alusión a lo político. En ese momento la situación política empezaba a mostrar fisuras. Había que hacer alguna referencia. Pero además había que meter algún personaje, describir alguna situación que pusiera un poco de aire en el relato, que lo sacara de la encerrona total. La novela no podía circunscribirse al mesurado y sobrio idilio de Santomé con Avellaneda.
En ese momento ya habías escrito cuentos. Montevideanos, por ejemplo; una novela, Quién de nosotros, y poesía. Poesía seguramente desde chico.
–Sí, desde la infancia. Las primeras las escribí en alemán porque iba al Colegio Alemán.
Qué curioso que tu padre siendo italiano te mandara al Colegio Alemán.
–Mi padre era químico y por ese lado admiraba mucho a los alemanes. Pero, estando yo en el último año de primaria, un día llego a casa y le digo “¿Sabés, papá? A partir de mañana, cuando el profesor entre a clase tenemos que saludarlo así, con la mano levantada”. Mi padre me dijo: “Te quedan 15 días para terminar sexto. Vas a ir esos 15 días pero secundaria no la vas a hacer ahí”. Estaba indignado.
Sería el año ‘32.
–Sería. Hindenburg era el presidente de Alemania y Hitler el primer ministro.
Volviendo a tu novela. Santomé, a menudo, se encuentra con Avellaneda en un café. ¿Es alguno de los cafés que conocemos?
–Sí, es ahí en el café que se le declara. El café es el Sorocabana, de 25 de Mayo. Allí escribí la novela.
No se me hubiera ocurrido. No te veo escribiendo en un café. ¿Dónde te sentabas para escribir?
–En una mesa cualquiera. Nadie me conocía. Si fuera ahora, imaginate. Pero en esa época era lo único posible. Tenía dos horas al mediodía. En lugar de irme a Malvín y volver en el 142, me iba allí, pedía un refuerzo, un café y escribía.
A mano, claro.
–Sí, a mano. Después la pasaba en la Olivetti. Varias veces, porque corrijo mucho.
¿Qué corregís?
–La historia queda. Cambio frases.
La vez pasada me dijiste que habías tirado una novela entera. Y añadiste que cuando corregís siempre es borrando, nunca agregando.
–Sigo la receta de Rulfo, que decía “La mejor autocrítica es el hacha”.
Conrad no lo dice así pero dice algo parecido, cuando proclama la austeridad, la necesaria sequedad del texto.
–Yo te voy a decir una cosa. No entiendo bien el éxito de La tregua, tiene más de 150 ediciones. No creo que sea mi mejor novela.
¿La mejor sería Gracias por el fuego?
–Tampoco. Yo creo que la mejor que escribí es La borra del café. Es la única que en algún sentido es autobiográfica. O que por lo menos lo es en el envase, pues el protagonista es totalmente inventado pero vive en los barrios donde yo viví.
¿Cuáles son esos barrios?
–Capurro –uno de los más queridos–, Malvín, Punta Carretas.
Pero La tregua algo tiene que tocar en la gente.
–Es una historia de amor. Creo que no es cursi.
Ahí está aquel diálogo de Avellaneda con Santomé donde ella le cuenta qué entiende la madre por felicidad. Esa idea menos ambiciosa, más modesta de lo que es la felicidad es posible que sirva a mucha gente.
–Algo así habrá. No sabés cuántas veces la han dado en radio, cine, teatro, televisión. A veces bien hecha, a veces mal. En Colombia, por ejemplo, hicieron una versión desastrosa. Metieron complicaciones con el narcotráfico. Yo sólo les había exigido que la ubicaran en Uruguay. Nunca imaginé que saldrían con algo así. La tregua me conquistó un público de afuera. Cuando la hicieron en televisión con Héctor Alterio y Ana María Picchio fue fantástico. A mí me gustó más esta versión que la hecha en cine.
¿Por qué te gustó menos la hecha en cine?
–Porque trasladaron la acción a Buenos Aires, además de cambiarle la época.
Transcurre en pleno peronismo.
–Lo que pusieron de cosa política no es mucho, pero ¿para qué? Yo estuve algo distanciado de Renán por ese motivo. Después, cuando se propuso hacer Gracias por el fuego me llevó a España el libreto. Le hice varias observaciones que aceptó. Pero los productores exigieron, al final, unas carcajadas totalmente ridículas que él tuvo que aceptar y nos disgustaron a los dos: a él y a mí.
Estoy segura de que, como siempre,tenés algo en prensa.
–Justamente, un libro de poemas, El mundo que respiro, un libro de un señor de 80 años.
Que trabaja como un señor de 40.
–Sí, trabajo mucho.
¿Un libro un poco amargo?
–No, más existencial, donde la muerte está más presente, menos político. También estoy preparando un libro de cuentos que tal vez termine para fin de año. Son cuentos breves.
Quizás en eso de la brevedad te influya tu trabajo con los haika.
–Puede ser. Tú no sabés cómo me divertí haciendo ese libro. Cien haika quedaron afuera.
Ahora que han pasado muchos años de tu vuelta, ¿cómo ves el exilio?
–Yo estuve en cuatro países. Cuando uno no elige irse, el irse tiene cosas muy malas. Pero también cosas interesantes. Otras historias, otra cultura, a veces otra lengua. Creo que uno madura de otra manera. Yo seguí escribiendo sobre montevideanos, esta vez exiliados, y como siempre de clase media. Esta es una limitación que no he trascendido. Todavía.
Esta entrevista fue realizada a fines de los años ‘80 y publicada originalmente en la revista Brecha.
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