› Por Alan Pauls
¿Adoraremos alguna vez el VHS como adoramos hoy los vinilos? Lo dudo. Nada menos aurático que esos chotos rectángulos de plástico negro cuyo carisma recién aparecía cuando algo los destripaba –los rodillos de una casetera demasiado adhesiva, por lo general– y escupían esas especies de papardelle amarronados y centelleantes que jamás dejaban de morderse la cola. Nunca un casete de video nos pareció nuevo, “original”. Ni siquiera recién comprado. Había algo en el objeto –pobreza de materiales, precariedad estructural, vulnerabilidad, un déficit escandaloso de diseño– que lo condenaba a una existencia de segunda mano instantánea y descorazonadora.
Hacia fines de los ‘70, cuando llegó al país, el VHS era el futuro. El problema era que no lo parecía, y que esa indiferencia por el look no era un gesto de salvajismo vanguardista sino la consecuencia triste, exhausta, de una voluntad de innovación que ya no tenía fuerzas ni para maquillarse. Se había llegado a eso y punto. Pedir forma, consistencia, solidez, aspecto, era no sólo una frivolidad sino un desprecio; era desoír la épica que estaba atrás de la invención. De ahí que hoy, mirándolos bien, los VHS nos parezcan un prodigio paradójico, la aventura más visionaria a la que podría llegar una civilización extraordinariamente tosca. Algo así como un invento comunista. Somos crueles con el VHS (y buena parte de esa crueldad higiénica y arrogante nos viene del compact disc, el invento capitalista que lo destronó y que nos corrompió a todos de la noche a la mañana). Somos tan crueles con el VHS como con la ciencia ficción soviética. Pocas cosas nos causan más alivio, más placer, que llenar una bolsa de residuos tamaño consorcio con casetes de video cubiertos de polvo, y el rechazo que nos produce el objeto siempre es más intenso que la pasión más intensa que puede inspirarnos cualquiera de los genios del cine que encriptó durante años en los estantes de la videoteca. Pero la injusticia que ejercemos sobre el formato es la misma que suelen merecernos los hallazgos pioneros, que abren la posibilidad de un sueño genial, milagroso, y nos condenan luego a padecerlo, a emprender cabizbajos la serie de trabajos forzados (¡rebobinar!) que es preciso aceptar para gozarlo.
El sueño genial y milagroso del VHS fue privatizar una experiencia pública (el cine), recudirla a una dimensión portátil (ciencia ficción soviética) y hacer posible su reproducción. Hasta ahí –hasta ese fantástico golpe de dados conceptual– llegó el formato. El resto era pura tracción. En otras palabras: trabajo, trabajo, trabajo, que es la verdadera carga de la que nos sentimos hoy emancipados cuando operamos nuestros equipos de dvd sin mover un músculo. Es cierto que cuando había que volver al principio, ir hacia el final o localizar una escena en una película, la que trabajaba siempre era la máquina, no nosotros. Pero ¿no es esa la lógica antilaboral de la tecnología? Volvernos intolerantes a todo lo que sea trabajo: el nuestro, el de los demás y también, o sobre todo, el trabajo de las máquinas. En ese sentido, la historia del VHS –el último sistema obrero de la tecnología audiovisual– quedará como queda la historia de todo pionero, es decir: de todo mártir: una historia de invención y de genio, otra de sangre, sudor y lágrimas.
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