› Por Jose Pablo Feinmann
Llegar a Puerto Rico, que lo busquen a uno en el aeropuerto y lo metan en la habitación de un hotel de cinco estrellas, no podría desagradar a nadie. Tampoco a mí. Todo me caía del cielo. Había terminado una novela, la había entregado a la editorial y estaba en una especie de viaje de descanso. Vacaciones, digamos. Además, todo gratis. No habría podido ser de otro modo. Mi mujer estaba haciendo los decorados de tres comerciales sobre la historia de la isla, le pagaban muy bien y nos alojaban según el único estilo que la empresa podía tener: costoso, algo opulento y lleno de toques caribeños. Apenas a la mañana siguiente de mi llegada descubrí el que sería el objeto de mis placeres y de mis obsesiones. Lo que me haría renunciar a todo lo demás. Se suponía que fuera a la playa (se veía desde la ventana del Hotel y era tentadora), que tomara sol en la piscina (aquí podría escribir pileta o swiming pool, dejemos piscina) o fuera a caminar por la atractiva ciudad, que hasta tiene fuertes con reminiscencias de piratas del Caribe. No: descubrí American Movie Classics. Era el año 1993. No existían las películas clásicas para mí. Eran un hallazgo inesperado. O una excursión a la Lugones o a la salita SEC o a algún otro lado todavía más exótico. Ahí, en mi habitación, había un canal yanki que daba clásicos del cine norteamericano de los ‘30, los ‘40 y los ‘50. Jamás fui a la playa. Casi no salí de la habitación. Me despertaba. Miraba dos minutos el mar, como concediendo algo a qué sé yo qué obligación, cerraba las cortinas y ponía el American Movie Classics. Creo que el presentador se llamaba Bob Dorian. Creo. Mi mujer volvía a eso de las ocho o las nueve de la noche. Veía cuatro películas por día. Estuve setenta días. Habré visto más de doscientas películas, doscientas treinta. Pocos me creyeron. Bueno, tal vez fuera poco creíble. Pero ya los VHS habían empezado a darme la posibilidad de meter una cosa rectangular en algo que tenía sobre mi televisor y ver, feliz y todavía asombrado, que aparecía la cara de Ingrid Bergman y decía que el mundo se derrumbaba y ella y Bogart se enamoraban, ahí, en París, ciudad que siempre tendrían. Lo que más busqué en los primeros videos fueron las películas clásicas, ésas que empezó a editar el sello Época, un poco heroicamente. Pero también había pelis de los ‘70, de los ‘80. O nuevas. Pelis que no iban a los cines y a veces eran mejores que las que sí, que las que iban. Era fantástico, además, poder detener la peli. Hacerla avanzar. O retroceder. Eso permitía estudiarla. Volver a escuchar un diálogo hasta memorizarlo. “No arriesgo mi cuello por nadie”. “¿Cuál es su profesión?” Y Rick Blaine respondía: “Soy un borracho”. Además, antes del VHS, no sé si sabía que Rick se llamaba Blaine de apellido. Apenas sí sabía que se llamaba Rick, por el cartel del Cafe Americain. ¿Pero Blaine? No, eso lo aprendí por los VHS, por ver Casablanca más veces de las que puedo recordar. O A la hora señalada. Cuando Grace Kelly le pregunta a Kathy Jurado: “Dígame, ¿por qué se queda?”. Se refiere a Gary Cooper, a que no huye ante la cercanía de los malos tipos que vienen a matarlo. Y Kathy, desdeñosa, le dice: “Si usted no lo sabe no merece ser su mujer”. El resto se sabe: vinieron los DVD. Pero nada viene para durar mucho. Porque el sistema no puede detenerse. Tiene que crear mercancías y hábitos para que sean consumidas. De modo que pronto habrá otra cosa. Y luego otra. Y luego otra. Mercancías más grandes o más chicas o más finas o más gruesas o cuadradas o rectangulares. Y un día –así como así– no habrá más nada. Nada más que esperar. No quedará ni una mísera chapita para poner dentro de algún agujero. Aunque tal vez algún agujero quede. Un grande, enorme agujero y sólo eso. Nada más. Nadie para poner algo ahí adentro. Ni siquiera uno de esos prehistóricos VHS que tanta felicidad dieron a una especie que buscaba entretenerse, que pedía que la entretuvieran día tras día, siempre con algo nuevo, y con algo más nuevo, y todavía más.
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