Dom 08.11.2009
radar

Un nuevo principio

› Por Osvaldo Bayer

Berlín, la segunda ciudad donde viví más en mis 82 años. Después de Buenos Aires ha sido, sí, mi residencia alemana cuando había dejado de ser capital. Viví en el barrio reo de Kreutzberg. Increíble por sus personajes, por sus lugares de encuentro, por sus seres en búsqueda de nuevos ideales que los alejara de ese capitalismo hipócrita y de ese comunismo con muros y servicios secretos contra toda racionalidad. La primera vez la recorrí como estudiante, allá por los años ‘50. Con todos los problemas aún de una ciudad destruida. Las mujeres unas tras otras alcanzándose ladrillos para limpiar las calles, mientras sus hijos las miraban sin comprender ese juego que les habían dejado los hombres después de la guerra perdida. La reconstrucción. Luego la viví como periodista invitado de urgencia en 1961 porque se me iba a explicar “una medida extraordinaria que iba a tomar el gobierno de la parte comunista”. Y asistí esa madrugada desde el hotel en la Unter den Linden al paso de infinitos camiones a toda velocidad con cuadrillas de obreros: iban a construir un muro para dividir la ciudad en dos. ¿Cómo? Me imaginé Buenos Aires dividida a través de un muro a lo largo de la calle Rivadavia. Sí, nos dice el informante. La única manera de poder realizar el comunismo en la Alemania Oriental era aislar a ese Berlín capitalista que estaba en el centro, justo en el centro de lo que quería ser la mejor nación socialista del bloque soviético.

Y luego 1989, en mi departamento de la calle Fidicin, en Kreutzberg, que mantuve, porque todavía trabajaba seis meses del año en Alemania para luego poder vivir los otros seis meses en la Argentina después de la dictadura. Sí, ese 1989, con la explosión humana que derrotó el Muro. Los distintos barrios de Berlín pudieron volver a verse la cara, abrazarse, gozarse.

Es que el error había sido de Stalin. Cuando aceptó la proposición aliada de cambiar territorio alemán, que ellos habían conquistado en el Este alemán, por la mitad de Berlín, que había sido ocupada por los rusos. El tener la mitad de Berlín le dio a Occidente la oportunidad de hacer de ese Berlín occidental la joya del Occidente. La vidriera del capitalismo consumista. Invirtieron, dieron toda clase de libertades. En cambio, para hacer el socialismo, los pueblos del Este, arrasados por los ejércitos nazis, debían trabajar, trabajar, trabajar. Y claro, cuando no había muro, podían ver eso otro: la sociedad de consumo, el poder moverse por todo el mundo, pasar sus vacaciones en las Canarias, las Baleares o, si podían, en el Caribe. Y comenzó la emigración. Y los hombres de Moscú creyeron que la solución era separar todo con un muro, con alambres de púa y ametralladoras. En medio de la ciudad. Ahí ya se patentizó el fracaso. Llegar a la Igualdad sin Libertad. Cuando lo racional es: la Igualdad sólo se puede conseguir en Libertad. Ya lo sabían nuestros hombres de la Asamblea del año 1813 cuando aprobaron ese Himno que cantamos hoy: “Ved en trono a la noble Igualdad; Libertad, Libertad, Libertad”.

Cuando viví mi exilio argentino en Berlín, veía el Muro todos los días. Visitaba a mi amigo, el poeta Stefan Hermlin, que vivía en el sector de la Alemania comunista. Era un socialista convencido y me decía que nunca se iba a ir de ese Berlín porque él podía con su crítica constructiva hacer dar pasos adelante a quienes querían lograr un verdadero socialismo. Me acuerdo de su tristeza cuando surgió el Muro. Es como si hubiera sufrido una batalla final. Me dijo: “Si al ser humano no lo podemos convencer con las ideas de hacer un mundo en igualdad, menos lo vamos a convencer con un muro”. Años después falleció sin ver el triunfo de sus ideales. Está enterrado en un cementerio berlinés a pocos metros de la tumba del filósofo Hegel, y a pasos de donde descansa para siempre Bertolt Brecht.

El ruido que hacían los camiones que pasaban esa madrugada por la Unter den Linden para levantar el Muro de Berlín me pareció la amenaza de algo que se venía abajo definitivamente. Dieciocho años después, todo se vino abajo.

No con muros sino con las ideas, con el convencimiento de que el socialismo, es decir la administración de los bienes en un sentido igualitario, es lo único que puede terminar con la violencia en el mundo, ésa es la enseñanza final de la caída del Muro. Ni la dictadura del proletariado, ni de ninguna otra clase, y menos los dictadores eternos. Sí la movilización, el protagonismo de todos, no la personalidad sino el cambio de los que mandan para que no se crean imprescindibles y ordenen en vez de preguntar e indagar la opinión de las mayorías.

Desde el ‘89 están los alemanes del Este que se convirtieron en escaladores de más bienes y acumulaciones, y aquellos que no olvidan las cosas buenas que había logrado el socialismo, pero que se perdió todo por la falta de debate interno. Eso de aislarse del mundo con muros.

Hoy, el Partido Alemán de la Izquierda –integrado por socialistas y por antiguos comunistas del Este– ocupa el cuarto lugar en las elecciones de la República Federal de Alemania. Tienen representantes en el Bundestag y en todos los parlamentos de los Estados provinciales. Es decir, hay gente que todavía piensa en la realización del socialismo. Pero nunca más pensar en un muro. Eso ha quedado como un trauma. Toman como base que el capitalismo ha tenido todas las oportunidades y todavía no ha solucionado ninguno de los dramas del mundo: las guerras, el hambre, la violencia, el imperialismo del poder económico y armamentista.

La caída del Muro no puede sino significar un nuevo comienzo, una nueva búsqueda, el no conformismo ante el ideal egoísta del consumismo de unos y el hambre de otros. Fracasó una búsqueda, pero la caída del Muro no significa resignación sino tomar el pico y la pala para construir un mundo nuevo. Aprender de la Historia.

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