Dom 08.11.2009
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El apocalipsismo

› Por José Pablo Feinmann

Si las llamadas o autodenominadas democracias occidentales se aprestan a descorchar botellas de champagne para celebrar los 20 años de la caída del Muro de Berlín, sería aconsejable que no, que no gasten dinero inútilmente, que no descorchen nada, que ni una botella de cerveza se tome en Berlín ni en ninguna otra parte. Un triunfo lo es cuando puede superar el problema que había dado origen a su enemigo. Si el comunismo surge en el curso de la historia para expresar el descontento de los expoliados, de las clases obreras con salarios magros, la injuria de la extrema desigualdad social, las ganancias excesivas de los poderosos, la formación de los monopolios, la rapiña del capital financiero, sólo la solución de estas cuestiones habrá de sellar su aniquilación. Con el Muro de Berlín no sólo debió haber caído la desunión de Alemania, no sólo debió haber prevalecido un régimen de concesiones democráticas ante otro oscuramente autoritario, una ciudad iluminada por los carteles de Yves Saint-Laurent y Coca-Cola sobre otra aún oscurecida por la larga sombra del campesino Stalin. Se les debió entregar a los obreros comunistas lo que siempre habían pedido, pero ahora en medio de la democracia, de la libertad. El Muro no cayó para eso. Fue un triunfo propagandístico de Occidente y una gran derrota de las filosofías igualitarias, que habían equivocado (ya desde las páginas de Marx) su proyecto político al desdeñar a la democracia en beneficio de un engendro que llevó el nombre de dictadura del proletariado.

No es demasiado arduo detectar los dislates teóricos del error socialista. En un breve texto de mayo de 1875 (Crítica del programa de Gotha), Marx escribe: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde un período de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado” (Marx y Engels, Obras escogidas, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1955, pág. 25). Antes –en una celebérrima carta de marzo de 1852 a J. Weydemeyer–, el genio del British Museum (porque Marx se habrá equivocado bastante en sus aspectos proféticos y en sus enfoques sobre el problema colonial, pero fue un genio en casi todo lo demás que abordó) afirmaba que este tema, el de la dictadura del proletariado, era lo más genuino y original que había aportado a la economía y a la filosofía políticas: “Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases” (ibid., pág. 481).

En suma, todo está claro y teñido de necesariedad. El concepto de necesidad es medular en el pensamiento de Hegel y Marx. El decurso de la Historia es necesario porque responde a las leyes de la dialéctica. Hegel decía que la dialéctica no era un método sino “el movimiento interior de la cosa”. Las cosas son dialécticas. La dialéctica, al ser el motor de la Historia, conduce necesariamente de una etapa histórica a otra. El pasaje del capitalismo al comunismo es necesario. Pero, entre ambos momentos históricos, Marx introduce una etapa de fuerte contenido político. La llama dictadura. ¿De quién? Del proletariado, la clase revolucionaria. ¿Cómo se ejerce esa dictadura? Por medio del Estado. Es el Estado revolucionario el puente entre capitalismo y comunismo. ¿Por qué debe ser una dictadura? Porque los capitalistas se oponen a la sociedad comunista. La sociedad burguesa se niega a morir. Hay que matarla. O licuarla. O, en lo posible, incorporarla a la sociedad revolucionaria, cosa improbable. Queda entonces establecida la necesariedad de la dictadura. Una dictadura cuya misión será negarse a sí misma, llevarnos hacia la libertad, hacia la democracia, hacia la abolición de las clases. Hacia una sociedad sin clases. Marx ha insistido: será una etapa de transición. ¿Cuánto durará esa transición? ¿Cuánto durará esa dictadura? Muy simple: si la dictadura se establece para eliminar a los capitalistas, será necesaria en tanto éstos existan. ¿Cuándo y cómo se establece que los capitalistas no existen más o que ya no implican peligro alguno y podemos dar por terminada la dictadura? O también: ¿quién lo establece? Aquí había un problema que no fue visto: ¿qué dictadura o qué dictador tendrá la grandeza de decir “los motivos que justificaban mi posesión del poder han desaparecido, inauguremos otra época, la de la libertad, la de la democracia, ya no hay capitalistas que reprimir, la sociedad sin clases es una realidad, la dictadura ha terminado, mi gobierno también”? Nadie lo fue. Los dictadores socialistas (todos bendecidos por las elucubraciones políticas de Marx) revelaron una fuerte obstinación por aferrarse al poder y ninguno dijo jamás que su ciclo había terminado. De hecho siempre hubo motivos, reales o menos reales, para justificar su permanencia y mantener una dictadura inalterable, una libertad sólo para los adictos al régimen y un desdén por la democracia como valor exclusivamente burgués, algo que les resultaba sencillo demostrar pues la burguesía abusaba de ese concepto hasta tornarlo irritativo, propagandístico o simplemente mentiroso. Sin embargo, a lo largo de los años, se afirmó una certeza en todos: la peor democracia es superior a la mejor de las dictaduras. La única dictadura del proletariado que aún se sostiene es la de Fidel Castro en Cuba. Pero Fidel, antes que por la existencia de un peligro capitalista interno, justifica su posesión del poder (en sus manos o en las de su hermano) por el bloqueo al que Estados Unidos somete a la isla. No bien éste cese, Fidel declarará concluida su dictadura proletaria y abrirá una etapa democrática para acompañar a los restantes países del Mercosur, que hacen de la democracia uno de sus principales valores y se han asociado con firmeza ante su posible deterioro en Honduras. Castro ha encarnado de modo impecable la compleja relación entre socialismo y democracia. Que es así: para quitarle al capitalismo sus privilegios, para erradicar su régimen de expoliación, hay que acudir al autoritarismo. Cuando en una sociedad se instala el autoritarismo, ya no se sale de él, pues siempre se sigue encontrando algo que lo justifica. O si no, se lo inventa. De aquí que sea posible conjeturar que, una vez levantado el bloqueo a la isla de la dictadura socialista, otro motivo se esgrima para mantenerla. Hasta que la transición (en lugar de manejarla Castro) la manejen sus herederos o la oposición de Miami, que apesta. Tanto como apestará Cuba si Castro, de una vez por todas, no hace él mismo lo que hay que hacer.

En Rusia es Lenin el que acude a la idea de “vanguardia” que encarnará la dictadura del proletariado. Su problema es complejo: no tiene proletariado revolucionario. Moreno no tenía burguesía revolucionaria. De aquí que Moreno y Lenin se parezcan tanto. Moreno es un jacobino sin burguesía levantisca. Lenin es un socialista con campesinos, sin proletarios. ¿La solución? La teoría revolucionaria. Lenin lo hace así: si esperamos a que Rusia atraviese su etapa capitalista y surja el proletariado revolucionario, la revolución no la hacemos nunca. Además, dentro del capitalismo, el proletariado termina generando una conciencia tradeunionista y sumándose, en tanto cómplice, a la burguesía. Recordar la célebre carta de Engels: “¿Me pregunta usted qué piensa el obrero inglés? Lo mismo que el burgués”. ¿De qué sirve entonces transitar la etapa capitalista y esperar el surgimiento del proletariado? Hay una solución: la elite revolucionaria, en tanto vanguardia, conoce las leyes de la historia. Ella debe gobernar. Fundar un partido revolucionario y a su través hacer penetrar “desde arriba” la teoría revolucionaria en las masas. Pasarán, así, del precapitalismo al socialismo, por medio de la ideología que la vanguardia les entregará. Esto exige un grupo de intelectuales cohesionados (lo mismo pensaba Moreno al escribir su Plan de Operaciones), un grupo militante que conozca la mecánica histórica y los pasos que son necesarios dar. Se crea el Partido Revolucionario de Vanguardia. Se muere Lenin. Todo pasa muy rápido. El Partido necesita un jefe. (Siempre hace falta un jefe. Nadie ha escapado jamás al esquema arborescente. El rizoma fracasa porque necesita crear, lo quiera o no, una conducción. Toda conducción es arborescente. Deleuze y Guattari pueden ser útiles para un amable asambleísmo o para una reunión de consorcio, no para la realidad áspera, represora y mafiosa del poder.) Se elige un jefe. El jefe se transforma en dictador. ¿O acaso no conduce una dictadura? ¿Esa dictadura es la del proletariado? No hay proletariado. Hay teoría revolucionaria. La teoría revolucionaria la conocen el jefe y su entorno. Se la comunican a las masas. Entretanto, el jefe, ya dictador, es erigido en personalidad a la que se le debe rendir obediencia y culto. La teoría revolucionaria se congela y deviene dogma. El Partido Revolucionario de Vanguardia deviene burocracia que rinde culto al jefe y aplica represivamente el dogma. Y esto es ya el stalinismo. El Partido es burocracia. La teoría es dogma. La elite, burocracia. El Estado, la centralización del poder dictatorial. Con este esquema, Josef Stalin logra milagros. La Unión Soviética sale de la Segunda Guerra convertida en una gran potencia que se reparte el mundo con los yanquis y los ingleses. Se da el gusto de aventajar a los yanquis en la carrera espacial. El mundo entero llora a la perrita Laika y rinde culto a Yuri Gagarin. Y hay muchos que creen en que ese proceso (el stalinismo) podrá y deberá ser la alternativa a las injusticias del capital. Papá Stalin mata a quien se le antoja, pero Occidente no consigue unir su imagen a la de Hitler. El sereno, calmo campesino no da demoníaco.

Por fin, cae el Muro. Quien diga que fue para mal se arriesga demasiado. Quien diga que fue para bien es un ingenuo o un buen señor alemán que quiere festejar la unidad de su patria. Hoy Alemania es la tercera potencia mundial, acaso la cuarta. Pero es poderosa. De los dos bloques queda uno, “América”. Que se desboca. Si Fukuyama dice que la Historia terminó (ya se sabe que Hegel lo había hecho en 1831 bajo Federico Guillermo: congeló la historia porque a él y a su monarca le convenían), Huntington vendrá a corregirlo y a poner sobre el tablero la nueva hipótesis de conflicto: el islam. No el fundamentalismo islámico, dirá. El islam, todo el islam. El mundo –qué duda cabe– estaba más ordenado con los dos bloques de la Guerra Fría. Hoy existe una multipolaridad nuclear apocalíptica. Todos tienen armamento nuclear. Y todos están bastante locos, o sin duda demasiado nerviosos. Lo cierto es que el bendito Muro deconstruido no trajo la multipolaridad democrática, ni el fragmentarismo liberal de buena estirpe productiva, sino el mercado neoliberal manejado por los oligopolios. Un oligopolio es como un tiburón dentro de un estanque en que sólo hay pequeños peces. Se los come a todos. Se consolida la verdadera revolución del siglo XX y la hace la vieja burguesía, la que Marx había condenado a morir: la revolución comunicacional. El tiburón oligopólico tiene el poder de colonizar las conciencias. De sujetar a los sujetos. La “verdad” es resultado del poder comunicacional oligopólico. Algo que ni Foucault llegó a ver en estos términos. Si yo tengo dos diarios, tres canales de televisión, cuatro radios, cinco revistas, puedo fácilmente meter “mi” verdad en la conciencia de millones de seres que pasivamente la reciben. Luego hablan y creen que hablan, pero soy yo el que habla. Ellos dicen lo que han escuchado decir a mis obedientes y eficaces periodistas. También debo tener editoriales o acciones en las principales del mercado. No me faltarán escribas. Les encargaré todos los libros que necesite. Los llamaré libros de “destrucción de honras ajenas”.

Ese poder quedó en manos de Occidente. Pero Occidente ya no controla todo. No se puede controlar todo. Lo intentó con la teoría de la “guerra preventiva”. Pero no: ahí está China. Una mezcla explosiva de comunismo y economía de libre mercado. Y hasta tiene un pianista que mata: Lang Lang. Lo vi ahora en Frankfurt. Un pianista clásico rocker. Al lado de Liberace es Arrau o Argerich. Escuché a todos los chinos que largaron discursos en esa Feria: ni uno mencionó los derechos humanos, la libertad o la democracia. Al diablo con la democracia. Miren a América latina. Es cierto: mírennos. Vamos hacia los 30 años de democracia y el verdadero poder sigue intacto. Uno sospecha que si el socialismo es la dictadura del proletariado, la democracia es la dictadura de la burguesía.

Caído el Muro, lo que se inaugura es el tiempo del Terror. Se dijo que esa caída era la toma de la Bastilla de nuestro tiempo. Después de la Bastilla vino el Terror. Después del Muro, el terrorismo. ¿Qué época vivimos? Los posmodernos ilustraron bien lo que se buscaba con la caída del comunismo: el fin de los grandes relatos, de las totalidades totalitarias, el fragmentarismo, la deconstrucción, la exaltación de las diferencias, el reconocimiento del Otro, el feminismo, etcétera. No más. Hoy, tanto Irán como Corea del Norte, India, Pakistán, Rusia, Israel y todos los países del Occidente cristiano están armados nuclearmente y dispuestos a apretar todos los botones que sean necesarios si la cosa se descontrola. Son los tiempos del Apocalipsismo. Los tiempos de hoy.

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