Dom 06.12.2009
radar

Y un psicólogo argentino mostrándote el camino

› Por María Moreno

La mayoría de los que ven televisión seguro que son pacientes o lo han sido. Que exijan en la representación de los personajes analistas un rigor que no le piden a ningún otro profesional de teleteatro, como si, en lugar de chusmear estuvieran teniendo voz y voto en un debate sobre la clínica, habla de sus propias experiencias de análisis: “Este es un hijo de puta como el mío”; “Se está saliendo del encuadre, si lo sabré yo que me analicé veinte años”; “¡Cómo! ¿también analiza a la hija? Debe ser lacaniano”.

Más divertido es pensar en el análisis como un teleteatro y viceversa.

Un buen guionista o folletinista, como un buen analista, produce algo que no puede profetizar, sólo lo sabe aprês-coup. Si la interpretación analítica consiste –gloso parte del texto Saber sabido y Saber no sabido de Diane Chauvelot– en decir precisamente la palabra que había que decir en el momento preciso y sin haberla calculado y sin saber cómo se nos ocurrió, y el primer sorprendido es uno y sólo lo que viene a continuación muestra que era precisamente eso lo que había que decir, seguir escribiendo cada capítulo en un teleteatro es parecido: “Carajo, no me di cuenta, acabo de matar a Moreira”: la continuación y el éxito indicará que era el mejor momento. El corte de capítulo, como en el corte de la sesión corta lacaniana, debe dejar picando algo que permite el continuará.

Cuando en un teleteatro no pasa nada, el guionista apela a la cuadrícula: hace llegar inesperadamente un pariente desconocido, revela que X no es hijo de Y sino de Z o accidenta y deja en coma al que estaba a punto de revelar un secreto; el analista gana tiempo en una zapada edípica, si es lacaniano se refugia en la ecolalia técnica repitiendo sugestivamente partes de lo que dice el paciente (esto hacía Arturo Salinas-Norman Briski en el último capítulo de Tratame bien cuando le copiaba a José “¿mu-chos-cambios-no?”) o haciendo silencio por razones pretendidamente estratégicas y un fondo de papel de caramelitos estrujado.

Los analistas de la TV suelen intervenir más que interpretar –como si los guionistas se acogieran al mandato costumbrista y decidieran no correr riesgos a pesar de los asesores psi–, sintetizar y coordinar, más que invitar a la asociación, recursos modestos en busca de un verosímil realista lo suficientemente ecléctico como para no generar preguntas sobre la pertenencia kleiniana, lacaniana, Louise Hay o qué, y de cierta corrección “científica” como para no alimentar la eterna diatriba culta a la televisión. Es cierto que la variedad de capas expresivas que le pone Cristina Banegas a su Clara Lombardo –incluso cuando se tienta–, hace suponer que en los ‘60 hizo experiencias con ayahuasca guiada por Rebe Alvarez de Toledo, fue a bailar a Gong con Emilio Rodrigué y, aunque parezca domesticarlos, está del lado del quilombo y la pasión.

Pero Migré, que tenía el modelo de Hollywood y de la Argentina Sono Film, no sólo hubiera soltado más la pluma sino también conseguido un protagónico para un psi como el que logra el Dr. Ernesto Morales en The Treatment, la película de Oren Rudavsky. El petiso autoritario que, de paso, es argentino, logra convertirse en un fantasma para su paciente –el pobre Jack no sólo se lo encuentra en sesión sino en la cama, en el placard y en el sótano– y termina utilizando con nada de éxito la técnica “vacilación estudiada de la neutralidad del analista” al aullar mientras lo corre “¡Soy el último freudiano, de la estirpe de Sócrates, Aristóteles y Milton!”. Bastante imaginativo.

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