Domingo, 31 de enero de 2010 | Hoy
Por Juan Ignacio Boido
Hace poco más de un año –un año y un mes menos un día: el 1/1–, J. D. Salinger cumplía 90 años. La noticia era rara porque no era exactamente una noticia, pero sí mucho más que un dato para sus cientos de miles de lectores diseminados en el mundo. La noticia era rara porque simplemente decía que Salinger seguía vivo, que seguía todavía en el mundo aunque ya no siguiera entre nosotros: llevaba cuarenta años de silencio literario, tratando de olvidar su fama, de volver al anonimato, de meter el conejo de nuevo en la galera, y había algo noble y reconfortante en saber que seguía ahí afuera, escondido, disimulado, mirando el mundo sin que lo vieran.
Ahora, un año después, la noticia es que Salinger murió. Y la noticia es rara. No porque haya muerto un hombre de 91 años, sino porque es mucho más que una noticia.
¿Por qué? ¿Qué cambió para sus lectores saber que ya no vive? Difícil creer que ninguno imaginó alguna vez este momento. Difícil creer que nadie imaginó el día en que se despertaría con la noticia de la muerte de Salinger. Difícil creer que sea igual a como lo imaginaron.
La muerte de Salinger, debajo de la tristeza, no es estridente sino silenciosa: Salinger murió y no parece haber mucho que decir. La muerte de Salinger, a diferencia de su atronador silencio en vida, es susurrante, homeopática: dejó de hablar alguien que no hablaba, y sus efectos –ese cambio imperceptible en la composición del silencio– se irán sintiendo con el tiempo.
Salinger fue el último de una estirpe de escritores norteamericanos que aspiraba a transformar el mundo espiritual de sus lectores. De ahí la cualidad religiosa que sus detractores señalan en la relación con sus libros. La importancia de esos cuatro libritos que salieron hace más de cuarenta años, su relevancia cultural y sus logros artísticos, ya fue establecida hace tiempo, durante todo este tiempo. Su influencia, su ascendente, su prédica, puede comprobarse todos los días. Tal vez por eso muchas de las notas largas y biográficas que lo despidieron este jueves pueden haber sido escritas hace tiempo, esas necrológicas que algunos diarios guardan hechas durante años. Muchas, de hecho, lo fueron. La del diario inglés The Guardian, incluso, fue escrita por Mark Krupnick, un erudito en la vida intelectual judío-norteamericana que murió en 2003. Difícil creer que hoy pensara distinto. Como a Krupnick, Salinger sobrevivió a todos sus contemporáneos y a muchos de sus seguidores, y así se convirtió en nuestro contemporáneo, como en el de muchos antes: estaba ahí antes de que llegaran los beatniks, estuvo ahí cuando llegaron Los Beatles y siguió ahí cuando se fueron: sus cuatro libros –que no se separaron– fueron creando un universo que se expandía y se corregía a medida que incluía las búsquedas y fracasos del nuestro. Durante cuarenta años de silencio, nuestro mundo siguió contenido en el suyo. Ahora, la noticia de su muerte nos hace saber que no somos más contemporáneos de J. D. Salinger.
¿En qué cambia eso la relación que mantenemos con sus libros? Difícil saber. Hasta ahora, uno tenía sus libros en la biblioteca como los de un escritor vivo, pero a la vez, los cuatro juntos, rodeados de cierto silencio, sin ningún lugar al lado para libros nuevos. Ahora, en cambio, por primera vez en tanto tiempo, por primera vez en la vida de muchos, se abre la posibilidad de que finalmente llegue alguno. ¿Será lo mismo? ¿Es lo mismo leer los libros de alguien vivo y de alguien muerto? ¿Los leemos igual? ¿Nos dicen lo mismo? ¿No los envuelven, acaso, silencios distintos? Difícil saber. Pero seguro que algo irá cambiando con los días en ese silencio que conocíamos hasta ahora. Tal vez se conozcan noticias de que Salinger autorizó la edición de cuentos viejos aparecidos en revistas. O que dejó una novela, o dos. O que no dejó nada. ¿Lo leeremos como algo que quiso decirnos después de muerto, o como algo que dijo alguna vez? ¿Serán lo mismo esos cuatro libros de un autor que no quiere volver a publicar que esos cuatro libros sí son todo lo que dejó?
Por ahora, esto es lo que nos queda: cuatro libros en los que cada final parece una puerta al que sigue:
El cazador oculto: “No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”.
Nueve cuentos: “Lo último que supe es que se dedicaba a ilustrar sus propias tarjetas de Navidad. Debe ser algo digno de verse, si no ha perdido la mano”.
Franny & Zooey: “Retiró las cosas de fumar, apartó la colcha de algodón de la cama donde había estado sentada, se quitó las zapatillas y se acostó. Durante algunos minutos, antes de caer en un profundo y plácido sueño, permaneció inmóvil, sonriendo al techo”.
Levantad, carpinteros, la viga del tejado/ Seymour, una introducción: “Seymour dijo una vez que todo lo que hacemos en la vida es ir de un pedazo de Tierra Santa a otro. ¿No se equivoca nunca? Ahora vete a la cama. Rápido. Rápido y lentamente”.
Por lo que sabemos, así murió Salinger: sin contar nada más, dejando atrás algo digno de verse si no había perdido la mano, acostado en su cama, mirando el techo, rápido y lentamente.
Ahora sólo nos queda seguir con nuestras vidas y ver cómo será. El resto es silencio. Y de eso, ya se ocupó Salinger.
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