› Por Luis Gusman
Diez años no es nada. “Parece que fuera ayer.” Cuando el cuerpo de Luisito nos dejó, me pasó lo mismo que con Sandro: tuvo que pasar un tiempo antes de poder escucharlo. Es que esas voces que forman parte de nuestra vida, no creo que sólo de la mía, nunca nos abandonan. A veces las evocamos, otras son un murmullo, o reaparecen en un sueño, también las musitamos en silencio como un rezo o eufóricamente si logran atravesar la barrera del pudor.
Luisito era un cantor de estilo. El mismo lo decía: los estilos cuestan. Con esto quiero decir que el que lo escucha puede reconocer su voz, su fraseo, su respiración. Quiero decir, no se lo confunde con otro. Pero no sólo eso sino que lo que distingue un estilo es cuando uno escucha un tango y ese tango pasa a formar parte del patrimonio del cantor. Uno escucha “Bajo Belgrano” y dice “es de Vidal”; o escucha “San José de Flores” y dice “es de Morán”; “‘Malena’ es de Fiore”, y “‘Madame Ivonne’ de Sosa”, como “‘La última curda’ es del Polaco” y “‘Romance de Barrio’ de Floreal”; y sin duda, todos son de Gardel. Pero voy a cometer una herejía: hay tangos que prefiero por Cardei: “Alma de loca”, “Temblando”, “Como dos extraños”.
Sin embargo, el primer tango que le escuché fue uno que no solía cantar habitualmente: “Cucusita”. Me resultó extraño escuchar ese tango, que es de Montero, cantado por alguien que no tuviera un vozarrón y que volviera el drama que cuenta ese tango en una historia dulcemente triste.
Fue en la esquina de Arturito y gracias a varios amigos, también cantores, que escuché a Cardei por primera vez. Enseguida fue Luisito. Como todo buen cantor, era él quien creaba su repertorio, no su público. Con cierta picardía y desenfado, decía que no cantaba Discépolo porque nunca en la vida había tenido que “apretar un timbre”; o ante los primeros turistas que le pedían “Tinta roja”, respondía que no lo tenía en el repertorio o fingía una afonía que era un signo de complicidad para los iniciados.
Debo agradecerle a Luisito pasar muchas noches de los miércoles, los viernes o los sábados escuchándolo cantar en Arturito. Surgía de pronto, con los amigos nos llamábamos por teléfono y, a pesar de haber trabajado todo el día, uno decía: “Vamos a escuchar a Luisito”.
De esas noches nació una amistad. Para decirlo de manera tanguera: una manera de chamuyar la vida. Porque después de cantar y cuando el público ya se había ido y quedábamos los amigos, se abría paso la confidencia, la conversación que poco a poco le iba ganando terreno a cualquier anécdota contada sobre el escenario improvisado. Incluyendo el Toddy, la Ovomaltina, el Nervigenol o la Glostora.
Como se dice no hay Quijote sin Sancho, no hay Sherlock Holmes sin Watson, no había Luisito sin Antonito. A veces, cuando Antonito entraba en éxtasis cerrando los ojos y haciendo gemir al bandoneón, parecía que él era el cantor; mientras que, al revés, cuando Luisito aspiraba para tomar aire y comenzar a cantar, su cuerpo se contorsionaba acompañando su respiración y él era el bandoneón.
Quizá la vez que más me emocionó escuchar a Luisito fue en un viaje. Estaba con mi amigo J. Palant viajando por algún lado, nos habíamos quedado los dos solos en el auto. Como en todos los viajes, llevábamos tangos. Entonces eran casetes. De pronto alguno de los dos, revisando la guantera, encontró uno de Luisito. A los amigos nos había regalado algunas de las grabaciones caseras y en vivo. Lo recuerdo como si fuera hoy. Era de tardecita. La voz de Cardei copó el paisaje. Era “La última”, había “Dos extraños”, estaban “Los cosos de al lado” y por la playa vimos pasar “El último guapo”.
Para su cumpleaños o con cualquier pretexto me gustaba regalarle alguna corbata. A los cantores de tango les gustan las corbatas; a mi padre –que era cantor– le gustaban las corbatas. A mí también, quiero decir, a mí también me gustan las corbatas y también me hubiera gustado ser cantor. Alguna vez, María Maratea me llamó para decirme que tenía algunas corbatas de Luisito para darme de recuerdo. Nunca las pude ir a buscar. Creo que ella entendió que nunca pude hacer el viaje.
Ahora Luisito nos acompaña cuando hacemos un asado. Nos juntamos con seis amigos, primero a escuchar tangos, para después transformarnos en cantores de pieza o de patio. Un poco vacilantes, casi en el registro del balbuceo íntimo. Y por algún motivo, para nada misterioso, siempre se escucha algún tango de Luisito. Después de terminar esta “estampa tanguera” me corrijo. Diez años es mucho tiempo de extrañar a Luisito.
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