› Por Luis Chitarroni
Cuando uno quiere justificar el gusto por algunas cosas tiene que improvisar un simulacro de teoría. La voz de Cardei era chiquita e inequívoca; el encanto en escena, irresistible; el repertorio, amplísimo pero objetable, curiosamente porque corría el riesgo de parecer indiscriminado (¡qué palabra!) y, por otra parte, en algunos aspectos (nada de Discépolo), caprichoso. El alcance de su magnetismo, sin embargo, queda limitado a quienes tuvimos el privilegio de oírlo en vivo. Sin embargo, un gusto, para no ser (y para jactarse de no parecer) prestado tampoco puede prescindir de contrastes: el conjunto de desventajas engañosas y paradojas protege el “misterio” de Cardei, la serie de consignas que van a constituir el repertorio dialectal de la secta de adeptos.
Cuando uno se acostumbraba al timbre de Cardei, a la dicción y la gramática no siempre impecables, a ciertos manierismos (su apoyo en las íes), descubría otros territorios de dominio, otras zonas desconcertantes de prodigio. En la secuencia que corresponde a la memoria, el fuego repentino dentro de la estabilidad de lo previsible, la variante menor en la anécdota repetida, la interrupción voluntaria para sacar filo a un rumor de otro barrio. Ahí estaba Luisito, con su candor y su aplomo acostumbrados, trastabillando y dejando que el yo del otro sacara pecho, sacara ventaja en tomar carrera. El remate, algo en principio impensable. Ahora recuerdo bien que lo que Luis Cardei solía contar no parecía muy pensado. O su talento de narrador lo disimulaba. No disimulaba en absoluto, en cambio, el peso de lo vivido, de lo que había, en efecto, pasado. Nos adelantábamos en pos del final de la anécdota, nos pisábamos los talones tratando de adecuarnos a su estilo. Y no dábamos nunca en el blanco. Para eso había que tener esa impertinencia precisa del yo, esa vanidad posible, recóndita, que nos ganaba a todos de mano con su modestia. Sí, al fin y al cabo no es tan importante ganar o perder sino saber contarlo. Cuando Luisito contaba la anécdota pasa lo mismo que cuando desde el yo de un tango lo cantaba: el escenario temprano de la competencia le dejaba ganar espacio a la estrechez de umbral de los celos. Victoria magistral de un ego celosamente escondido.
La dicción imperfecta parece hoy una ocupación de profesoras de declamación jubiladas. Luis jugaba con ella con mucha más pericia que los cantantes de rock de los últimos veinte años, que ignoran por completo el sonido de la “ye” (como me enseñaron a llamarla en la escuela primaria). Basta oír el “yo” que inicia “Soledad” o, despidámonos del pronombre, el “yunta oscura” de “El pescante” para admirar esa elegancia plebeya que no condesciende a la vulgaridad del arrabalero profesional. Pero me parece que estas cosas ya las dije o ya las escribí (probablemente las dos cosas). Es una emboscada tremenda de la nostalgia la que nos mantiene vivos y despiertos cuando hablamos de las personas maravillosas que han muerto, y la repetición nos exime del delirio. O no: y esto mismo que escribo es la prueba. Espero que sirva de excusa o de disculpa saber que no le he dado ventajas a nadie para seguir, penosamente, siendo yo.
No por ausencia de anécdotas de Luis Cardei voy a contar un cuento de Janis Joplin. A fin de cuentas, si los lugares comunes funcionan (roguemos que sí esta vez), entre bueyes no hay cornadas. Y para seguir con el tema, la música es el lenguaje universal. No puedo asegurar que a Luis Cardei le hubiera gustado la Joplin, pero sospecho que tampoco es necesario que dos personas que buscan cosas parecidas se conozcan o se gusten entre sí. Janis Joplin entró una vez a una joyería a preguntar si el brazalete, el collar o la pulsera que la deslumbraba era real. El vendedor le aseguró que “era auténtico”. “Auténtico, sí –bramó Janis–, pero yo pregunto si es real.” Más de una vez Luisito le dedicó involuntariamente a la blusera texana un tango: “Alma de loca”. Si los requisitos sobre el buen funcionamiento del lugar común siguieran cumpliéndose, la música se lo hubiera podido traducir.
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