Dom 08.05.2011
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Ernesto y el universo

› Por Matias Alinovi

Querría argumentar moderadamente en favor de dos tesis arbitrarias a propósito del primer libro que publicó Ernesto Sabato, Uno y el universo. Una es que ese libro de ensayos de 1945 es lo mejor de su obra. La otra, que es un libro de divulgación científica.

Es el mejor de los que Sabato escribió en el sentido de que es un libro de autor, que quiere mostrar un punto de vista más o menos original sobre el mundo. La mirada personal de Sabato se eclipsó en los libros que siguieron, por razones que quizás admitan explicaciones diversas. En el pasaje a la literatura de ficción, sus libros tendieron a ser ademanes de los libros de otros, avatares de las vagas modas. El prólogo a la edición de 1968, veintitrés años después de la primera, parece admitirlo, aunque con la vanidad ingenua que en Sabato es la marca del artífice de la que hablaba Descartes: allí explica que lo mejor de aquel surrealismo de París, en el que militó, permaneció en él “para manifestarse años más tarde en el Informe sobre ciegos”.

La tesis de que se trata de un libro de divulgación científica sólo es defendible desde el recuerdo. Leí el libro hace muchos años y siempre lo recordé como un libro de divulgación. Cuando lo volví a leer, sin embargo, entendí que el criterio general con el que fue concebido es el del Diccionario filosófico de Voltaire. No sólo por el orden alfabético de los términos que dan entrada a los textos, o porque esos términos sean calculadamente misceláneos –hay una entrada reservada a Borges, y otra a la táctica militar– sino también por la irreverencia de algunas observaciones. Pero lo que mejor se recuerda después de la lectura son los artículos que presentan ideas de la ciencia. Y es probable que hayan sido esos textos divulgativos los que decidieron al jurado que premió el libro. Un jurado del que participaba el joven Bioy Casares, que pocos años antes, estimulado por las posibilidades literarias del progreso científico, había escrito La invención de Morel. Bioy tiene que haber sentido, por empatía argumentativa, que lo mejor del libro de Sabato era el modo en que estaban contadas algunas ideas que por entonces eran de vanguardia. ¿Qué tenía de interesante el modo en que Sabato las presentaba? Que al estar procesando el abandono de la física, las refería con cierto desapego, y así permitía que apareciera la perspectiva del autor en una materia que difícilmente la admite. La que divulgaba en el libro no era la voz de la ciencia, como suele suceder en el género, sino la de Sabato, un autor que dominaba su materia, opinaba sobre ella y expresaba sus puntos de vista.

Como muchos científicos, Sabato quiso ser escritor. Pero el voluntarismo del querer ser lo perdió. Sabato debería haber escrito, simplemente. Dejar brotar la voz de la autoría sobre las materias que dominaba. En cambio, buscó convertirse en escritor adoptando todos los ademanes evidentes de esa condición, sin entender que la literatura, como la ciencia, puede ser una práctica, un simple hacer.

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