› Por Maria Rosa Lojo
Verdadera obsesión argentina, la problemática de la “barbarie” (como ideologema, como tópico social y literario, como elaboración simbólica) recorre la narrativa de Sabato, que plantea interesantes vueltas de tuerca sobre la dicotomía sarmientina. Lo rechazado en el imaginario civilizador resurge en ella como condición fundadora de lo nacional. Quien así lo declara es el “ilustrado” Juan Galo de Lavalle, responsable de la ejecución del gobernador legítimo Manuel Dorrego y, por lo tanto, de la guerra civil. Es su sombra culpable (no ya la de Facundo) la que pronuncia el secreto. Hay que entregarle su corazón al sargento Sosa, y por buenas razones: “Tú, el callado Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria: querría que pensaran en ti. Sí, compañeros, al sargento Sosa, porque es como decir a esta tierra, a esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos (...) Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana...” (Sobre héroes y tumbas).
En Sosa, desposeído representante de quienes están desde el origen, la “barbarie” telúrica es reivindicada como fundamento de todo existir comunitario sobre un suelo nacional, como sustento y permanencia en la marea de los cambios. Amor, fidelidad, simplicidad, definen esta figura del mestizo gaucho, anticipo del “cabecita”. Su imagen reverbera en el obrero peronista que salva la imagen de la Virgen junto con Martín, en Palito el guerrillero de Abaddón –ambos descriptos como “aindiados”–, y en particular en la figura maternal de Hortensia Paz.
Cuando Martín, a punto del suicidio, desafía a Dios y lo conmina a manifestarse, recibe una respuesta. Esa respuesta es, ante todo, una voz de mujer que acuna y tranquiliza, y una imagen de Cristo popular y candorosamente kitsch: “Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo tenía el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores”. Otras dos imágenes veneradas –Gardel y Evita–, completan el cuadro típico (o estereotípico). El amor del Cristo que muestra su corazón se encarna en la capacidad de amor de la mujer que lo ha recogido y amparado y que es, en este sentido, tan heroica como los legionarios de Lavalle. La hazaña no consiste ya en infligir la muerte a otros en nombre de ideales determinados, sino en la entrega total a la protección de lo que se ama, aun en condiciones de carencia y necesidad. De esa manera el “Dios desconocido” se manifiesta en la vida de seres que no atraviesan, para buscarlo, las capas del infierno ni el torbellino de las edades, sino que lo hallan sin proponérselo demasiado, en el gesto sencillo del cuidado y de la pura donación. En la existencia de estos “héroes anónimos” que apuestan a la continuidad y el valor de la vida, se basa la llamada “metafísica de la esperanza”. Al mismo linaje pertenecen también los inmigrantes (y sus descendientes) de clase humilde, dispuestos a escuchar y a proteger: Tito D’Arcángelo o Carlucho, eternos nostálgicos, respectivamente, de una tierra perdida, de los buenos tiempos idos, o bien, de la utopía anarquista. “Bárbaros” en tanto iletrados y pobres, funcionan sin embargo como maestros de vida para los dos jóvenes desprotegidos (Martín y Nacho) que se acercan a ellos.
La “barbarie” histórica, ligada a lo criollo y al mestizaje, al federalismo y a los caudillos, aparece significativamente en Abaddón el Exterminador tras la imagen de Rosas y Soledad. Esta se halla emparentada con Nicolás Ortiz de Rozas, compañero de colegio de un Sabato adolescente y se relaciona también con los Carranza Paz (la familia tradicional que equivale en esta novela a los Olmos de Sobre héroes y tumbas). Sabato la conoce en casa de Nicolás, en una sala presidida por un gran retrato al óleo de Rosas, caudillo que en la novela anterior ha despertado la adhesión de Alejandra y Fernando, en contra del resto de su familia unitaria (en Alejandra y Fernando, cabe recordar, se reproduce también otra herencia inquietante: la piel mate, los rasgos levemente aindiados de su matriarca criolla fundadora: Trinidad Arias). El encuentro con el retrato causa en él un efecto siniestro, que se acentúa hasta la parodia y la caricatura: “Cuando por primera vez lo vi, casi me desmayo: efectos de la mitología escolar promovida por los unitarios. El Tirano Sangriento me contemplaba (no, el verbo adecuado es “observaba”) desde la eternidad con su mirada helada y gris, con su boca apretada, sin labios”.
Soledad, guía del personaje Sabato en el conocimiento de lo secreto, tenebroso y prohibido, es una copia femenina de este retrato inquietante, al que la liga un vínculo de filiación, pero bastardo: “Tenía los ojos grises, la misma expresión congeladora de su antepasado”.
Rosas, la bête noire de la historia argentina oficial (escrita por los vencedores unitarios que sucedieron a Lavalle y su gesta fracasada), “bello tenebroso” de mirada clara, queda así asociado, a través de Soledad, su descendiente ilegítima, a los misterios de la oscuridad y a la iniciación del artista en un tipo de conocimiento subversivo y anómalo: el conocimiento por la ceguera, el conocimiento erótico, el conocimiento por el tacto, el conocimiento del origen (y de lo verdadero rechazado) que proporcionará a la vez espanto y placer, horror y sabiduría. Y a través de Rosas se traslucen las masas negadas, la piel oscura de los mestizos, de los negros y también de los aborígenes con quienes el Restaurador (que hablaba su lengua) mantuvo variables relaciones de guerra y de alianza. También, la ilegalidad violenta de las uniones que formaron estas masas (podemos inferir: la violación de la esclava por el amo o de la india por el conquistador): todo lo que constituye la faz excluida de una Argentina vergonzante.
Paralelamente, en suma, a los héroes grandiosos que se internan en dimensiones fascinadoras y atroces, rompiendo todo tabú, entregando el cuerpo al devoramiento incestuoso por parte de la Madre primordial, en busca de una oscura reintegración, están los héroes cotidianos, que, mediante la pureza de “lo simple” (lo “bárbaro” positivo) tienen un acceso directo a la “totalidad perdida” y al origen, pero como experiencia de integración y comunidad centrada en lo ético. El pueblo, asociado con la sabiduría y el amparo de la tierra, con la sencilla generosidad, es el que conduce al sueño heroico hacia su modesta pero concreta realización sin oropeles en un activo –y “útil”– despertar.
¿Habría que confundir esta postura con un retorno ingenuo a una visión romántico-bucólica del mundo? Entiendo que no. Sabato da la vuelta completa y tanto desde sus ensayos como desde su ciclo novelístico, recupera la modernidad estética que arranca en la insurrección romántica para desembocar en el surrealismo, y realiza una compleja crítica de la modernidad como Ilustración racionalista y logocéntrica que termina instalando el “reino de la cantidad”. Se anticipa también a la sensibilidad posmoderna en su rescate de lo híbrido, en su captación fina de las tensiones crecientes y las asimetrías del mundo globalizado. Y se vincula, profundamente, a las estéticas del deseo y la trasgresión (Baudrillard, Lyotard) a través del recurso a lo primitivo como superación de las antinomias planteadas por la ratio occidental que ha deshumanizado –sostiene– a una civilización regida por parámetros racionalistas y economicistas.
Sus héroes populares, vistos en la superficie desde cierto “inocente” cliché, son, empero, la otra cara de una búsqueda extrema del “original perdido” que los “héroes negros”, a su manera inmolados, llevan a cabo en zonas abismales, más allá de la conciencia.
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