› Por Carlos Marcucci
Trillo y yo estamos unidos por un vínculo que ni nuestro psicoanalista, Armando Suaya, ha llegado a entender jamás. Tal vez pueda hacerlo alguna vez Rip Kirby, penetrando en espacios inaccesibles, a los que se llega sólo por obra de la fantasía. Tal vez él pueda viajar a través de vías de papel y rutas de tinta china por las que llegará, como llegamos nosotros dos, al país de nunca jamás.
También estamos unidos por algunas sustancias que ya casi no se fabrican: la honestidad, la sinceridad, la percepción solidaria y la impresión conjunta de que la vida es una extraña poción, una jalea con gusto a todo o nada, según elijamos.
A todos los hombres de la Tierra los crearon una sola vez. Yo me siento un extraño caso: he sido creado dos veces. Pero percibo una enorme diferencia entre esas dos instancias de la creación: Dios me crió primero, pero me odia; en cambio Trillo me volvió a crear, pero me quiere. Esto me hace feliz, porque compruebo día a día que la amistad entre los hombres es la mejor de las poesías.
Un hecho como éste se produce simplemente por un acto de amor y de confianza entre dos hombres. Amor por parte de Trillo al ocupar su imaginación para imaginarme, y confianza por parte mía al dejarme imaginar por él.
Pero esta historia tiene un doble final, que ni yo ni Trillo llegaremos a conocer hasta que ocurra. Es como una temible y maravillosa sombra que hace tiempo convive con nosotros: hasta ese momento final, los dos Marcucci esperamos pacientemente tratando de exprimir la vida, sabiendo que uno de los dos despedirá al otro, que uno de los dos llorará por el otro. O, tal vez, uno de los tres.
Este texto pertenece al libro Marcucci existe (editorial Galerna), publicado en 1990, cuando Trillo incluía a su amigo como personaje en El Negro Blanco, la tira que publicaba a diario en Clarín. “La verdad es que ahora no puedo escribir nada –dijo Marcucci a Radar, tremendamente emocionado–. Leo que todos dicen que era un escritor notable y un gran creador, pero en mí pesa infinitamente más otra cosa: es un amigo que se me murió; y que redactara bien o no, es secundario. Sé que él hizo una cosa importantísima en la Argentina: abrió el portón de Europa a todos los dibujantes que no tenían laburo acá. Como profesional y artista es un fenómeno, no hay con qué elogiarlo. Pero esto que pasó tiene que ver con lo íntimo; no es profesional, es como de familia. Hace cincuenta años que somos amigos. En eso que escribí ya presumía yo que algún día nos íbamos a despedir uno de los tres, o el dibujito, o Carlos, o yo. Lo que no sabía es que le tocaba primero a él.”
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