› Por Claudio Zeiger
En la mitología nacional, el fútbol viene a representar tanto lo que nos sobra como lo que nos falta, el exceso y la carencia. Como se sabe nos sobra pasión, nos sobra talento, nos recontra sobra picardía y a veces hasta nos sobra confianza en nosotros mismos hasta que la perdemos definitivamente (¿River?). Así, nos falta confianza, moral, decencia, civismo, institucionalidad, fair play, constancia en el trabajo, profesionalismo. El fútbol viene a ser aquello que fuimos como país (¿pero habrá sido para tanto?) y lo que anhelamos ser (¿cuándo llegará? y ¿sabremos qué queremos ser?) y casi nunca admitimos que en definitiva es lo que somos aunque no reflejo absoluto y tampoco distorsión total.
No dicen toda la verdad los que consideran al fútbol el espejo perfecto de lo que pasa en la sociedad, pero tampoco los puristas que sólo consideran lo que pasa dentro de la cancha (y que casi nunca los conforma). No es verdad que la violencia del fútbol condensa la violencia de toda la sociedad. No es verdad que los jugadores representan ni a la juventud ni al argentino medio; son otra cosa porque el jugador se forja en las lides, no nace. Son, hoy más que nunca, individualidades sometidas a las reglas de un sistema de premios, negocios y castigos autónomo. No es verdad que el fútbol vuelve estúpida a la gente pero tampoco, como pretendía Sebreli, que la pasión le es ajena o ficticia y todo es manipulación. No es verdad que el fútbol es un espejo de la política pero tampoco son dos universos paralelos que nunca se tocan. Supongo que el fútbol, sobre todo en Argentina, como en Italia, como en España, por poner algunos ejemplos, es una parte más que notable de la cultura popular. Como la televisión. Tiene reglas que los cultores de la instrucción cívica simplemente no entienden. Notoriamente el fútbol no forma parte de la cultura alta y/ o letrada, pero sí forma parte de una coalición cultural muy amplia que incluye también a la educación, al trabajo y a la comunicación. Y, dicho sea de paso, la cultura letrada podría tener bastante para decir acerca del fútbol, más allá de los relatos barriales de cuando éramos pibes y jugábamos en la cuadra y todos eran buenos y pobres y la pelota era de trapo.
El fútbol ejerce una extraña forma del populismo: más allá de que nos una la selección (algo muy discutible, pero igualmente se trataría de una ilusoria y breve “unidad nacional”), todos pertenecemos a etnias y grupos futbolísticos diferentes, y estaremos dispuestos a dar el alma, y mentir y desear el mal por unas causas justas pero diferentes entre sí.
El populismo del fútbol es un populismo incompleto, de eterna revancha, de optimismo tan ciego como renovado, una especie de ciempiés que avanza como sea, atravesado sobre todo por sus luchas intestinas.
Una de las cosas que más me llamaron siempre la atención del fútbol es su halo de eternidad. Es como un Dios que persiste mientras sus adoradores nacen, crecen y mueren. De chico, había fútbol. Lo olvidé unos años y ahora, casi todo el tiempo, está el fútbol. Uno de los lazos más fuertes con mi padre es el fútbol. Todo verdor perecerá, menos el del césped de la cancha. Desde que tengo memoria el fútbol está en crisis y los comentaristas son unos fanáticos disfrazados de periodismo independiente. El fútbol es la misma maldición de la patria y del nacimiento. Nacimos en un país y en un lugar que nos condena a ser hinchas de un equipo. O un lazo familiar y hereditario nos une a un club para siempre. Y no se puede cambiar. Se puede cambiar de vida, de esposa, de peluquero, jamás de equipo. Nacimos con el fútbol, moriremos con él. Hoy es un momento muy particular. Es la víspera de la Copa América, el vértigo angustioso de la promo, el drama del descenso, Vélez campeón sin corona, Palermo y el arco del triunfo en un contexto de un fútbol muy visible, muy a la vista de todos por la televisación. Mañana será otra cosa, pero la rueda nunca dejará de girar. Se extinguirá la vida en el planeta y la pelota seguirá rodando, sola. Y desde otro planeta que ignoramos se escuchará el agónico grito de gol, tal vez de un marciano.
Me acuerdo de una vez que mi abuelo estaba internado. Su compañero de habitación, otro viejo, el domingo a la tardecita, me preguntó cómo había salido Banfield. Ganó, le dije. Gritó “¡Viva Banfield!” y se volvió a poner la máscara de oxígeno.
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