> RIVER ENFRENTA SU DESTINO ESTA TARDE
› Por Martín Pérez
Cuando pienso en el flamante destino trágico de River no puedo evitar pensar en mi sobrino. Agustín tiene 11 años, y sólo lo ha visto decaer una y otra vez desde que decidió hacerse hincha. En una familia dividida entre Racing e Independiente, Agustín siguió el camino de mi hermano Joaquín, que eligió River simplemente porque no le gustaba el fútbol. Pero como de algún cuadro hay que ser, en su elección tuvo más que ver la conveniencia. Como aquellos padres que soñaban para sus hijos un empleo seguro, mi hermano eligió ser de River como quien busca trabajar en un banco. Porque eso es lo que siempre fue River, equipo Monumental y Millonario, razones por las cuales en estos días los ajenos a su destino asistimos a su caída sorprendidos por ver lo imposible hecho realidad, y al mismo tiempo celebrando exactamente eso. Un amigo futbolero empedernido me explicaba las razones de su disfrute: “Son los hinchas más soberbios de todos. Así que me encanta verlos sufrir. Justamente por eso: porque no saben hacerlo”. A esta altura, mi sobrino ya debería saber sufrir por River. Pero no. Se pone tan nervioso que no soporta ver un partido entero. No quiero ni pensar a qué se dedicara esta tarde. ¿Al automovilismo? ¿A Wimbledon? ¿A pasar el tiempo leyendo ese maravilloso poema de Borges, en el que el General Quiroga se pregunta, como quien se desangra: “Esa cordobesada bochinchera y ladina, ¿qué ha de poder con mi alma?”. Cuando Agustín apenas tenía 3 o 4 años, tuve algo de culpa en hacerlo fanático de Charly García. Su padre no podía creerlo. Ante la seguridad de su fanatismo, lo interpeló: “A ver, ¿quién es Charly García?”. Su infantil respuesta fue inapelable: “Es el que se tira ketchup encima”. Cuando venía a mi casa, debíamos pasar el tiempo viendo a los Teletubbies, pero también hojeando juntos ese maravilloso libro de fotos de Charly editado por Andy Cherniavsky, donde aparecen fotos de García de todas las épocas, culminando en ese heroico espectro de sí mismo que arrastró hasta su internación. Parte de la fascinación por ese libro para el fan adulto era la de descubrir al Charly de los comienzos y recordar sus épocas gloriosas. Para mi sobrino Agustín, sin embargo, aquel no era Charly. No lo reconocía entonces. El único Charly que aceptaba como tal era el Say No More. Me gusta pensar que su River, también, no es reconocible en la opulencia de épocas anteriores, tan engreídas, y tan justamente por eso denostadas. Me gusta pensar que ya no es inevitable odiarlo, que es posible emocionarse escuchándolo luchar contra su suerte, incluso negándola. Como el Quiroga de Borges, que se preguntaba: “Yo, que he sobrevivido a millares de tardes/ y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,/ no he de soltar la vida por estos pedregales./ ¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”. Porque el River de mi sobrino es aquel Quiroga, es su Say No More, que aún no sabe cómo sufrir, cómo aceptar su destino. Pero vaya si está aprendiendo.
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