Domingo, 4 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Alan Pauls
Disipemos de entrada el malentendido: Habemus Papam no es la historia de la relación entre un Papa recién elegido (Melville) y un psicoanalista. Moretti decreta que esa relación es imposible antes de que se nos haga agua la boca imaginándola. Ambientada por fuerza en un salón del Vaticano (no en el consultorio del analista), con los setenta cardenales que ungieron a Melville presentes alrededor, como una troupe de voyeurs endomingados, y una profusa lista negra de temas de conversación (sexo, claro, pero también sueños, infancia, sentimientos y sensaciones en general), la primera sesión es el debut y la despedida. Por satírica y eficaz que sea, la escena sólo confirma lo que ya sabíamos: que Freud y la Iglesia siguen sin tener nada (interesante) que decirse. Se frustra así una película “humanista”, la que desplegaría el diálogo entre dos mundos que viven negándose, probablemente graciosa pero previsible (entre otras cosas porque ya la filmó Los Soprano). Pero ahí mismo empieza otra, cómica, absolutamente inesperada, y lo que pone en juego es un tipo de intercambio singular, más prosaico y sin duda más perturbador que el de la comprensión comunicativa: un intercambio de rehenes.
De pronto, el analista se ve atrapado en la fortaleza del Vaticano, oveja negra en medio de una lenta masa de sotanas rojo sangre, sin celular, sin libros, sin nada que lo conecte o le recuerde el mundo del que proviene; y el Papa, que burla a sus custodios, queda a la deriva en la ciudad profana, suelto, de civil, condenado –él, ¡la máxima estrella de la cristiandad!– a orientarse solo, esquivar autos en la calle, escuchar charlas mundanas o sucias, a que le nieguen un teléfono en un bar o le den, porque lo ven ahogándose, la limosna de un vaso de agua en una tienda. Del diálogo entre psicoanálisis e Iglesia podrían haber brotado las chispitas típicas del relativismo recíproco, que puede enternecer y aun divertir pero refuerzan siempre la falacia conciliadora de una fraternidad entre confesionario y diván que sería “natural”, y que sólo entorpecerían algunos dogmatismos de jerga (“alma”, “inconsciente”, ¿qué más da?). Del intercambio de rehenes, en cambio, nace una especie de alteración general del mundo; de los dos mundos, en realidad: el del Vaticano, transformado por el psicoanalista en un campamento ocioso demencial, donde la escoba de quince y el voley son los hits supremos que movilizan a la internacional de los cardenales; el de la sociedad civil, sutilmente centrifugado por la deriva de Melville en un híbrido alucinatorio de farsa y de ficción.
No son las bondades terapéuticas del diálogo “con el otro” las que resuelven el ataque de pánico que le impide a Melville asumir su investidura. Es haberse perdido en el mundo y vivido un par de días como uno más, uno cualquiera, sin imagen, sin privilegios, caído –un poco como el ángel de Peter Falk en Las alas del deseo–, y haber tropezado y haberse dejado hechizar por un submundo providencial: el submundo del teatro. (El tropiezo no es casual: como si la teatralidad católica y su rapto de pánico escénico no lo delataran lo suficiente, Melville confiesa que de joven soñó con ser actor.) Es el costado sorprendentemente barroco de Habemus Papam, que parece encontrar en la institución teatral, en su impúdica manera de entremezclar lo público y lo privado, la verdad y la ficción, todas las “soluciones” –frágiles, provisorias, pero preñadas de posibilidades– que no encuentra en la institución católica (tan paranoica) ni en la freudiana (tan celosa del secreto). Es ahí, en un teatro, en medio de una representación de La gaviota de Chéjov que desbarranca, donde tiene lugar la escena más deslumbrante del film, suerte de fusión de mundos mágica, a la Fellini, de la que el Papa es espectador y acaso artífice y donde sale por fin de su estupor y empieza a hacer lo que tiene que hacer: decir que no. (Escéptico y todo, Moretti es optimista: en el siglo XX, los artistas frustrados se mudaban a la política y daban un Hitler; en el XXI se quedan en su lugar y resisten diciendo que no.)
¿Hay algo más radical que decir que no? No, sin duda, en un mundo-espectáculo, que es el mundo del que habla Moretti en sus películas desde que Berlusconi está en el poder y quizá desde siempre, sólo porque es italiano y porque Italia es la cuna del mundo-espectáculo. Un mundo-espectáculo –el Vaticano, desde luego, pero también el mundo del psicoanálisis, del deporte, de la televisión, los cuatro que baraja Habemus Papam– es, básicamente, un mundo que pide estar a la altura de una imagen. El analista, que es “el mejor”, debe responder por su prestigio. El Papa, designado por sus colegas, debe responder ante ellos y ante la muchedumbre de fieles que montan guardia en la plaza San Pedro, a la espera de que aparezca en el balcón y, bendiciéndolos, asuma su función. Como el Bartleby de otro Melville (Hermann), que se atrincheraba tras el grito de guerra “Preferiría no hacerlo”, el Melville de Moretti (un Michel Piccoli fenomenal) va y se asoma y se enfrenta con la imagen a cuya altura se supone que debería estar y dice que no. No es miedo ni cobardía. Ese no es la única forma humana de diálogo con la imagen, y la única que el mundo-espectáculo nunca podrá digerir.
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