› Por Tom Junod
La única vez que vi a Joe Frazier fue en Atlanta, afuera del estadio que hacía de sede boxística durante las Olimpíadas de 1996. La semana anterior, Alí había impresionado al mundo una vez más al pasar la antorcha durante la ceremonia inaugural, y después despertó pena y asombro cuando subió tembloroso las escaleras y encendió la llama olímpica. A pesar de haber ganado la medalla de oro en las Olimpíadas de 1964, Joe no fue invitado al estadio aquella noche, y ahora estaba vendiendo remeras en un puesto improvisado en la puerta de la sede boxística –uno más entre las decenas de vendedores callejeros que invadieron Atlanta por aquellos días. Su hijo Marvis –contrincante por la corona de los pesos pesado que había sido fusilado por una derecha de Larry Holmes y después casi asesinado por Mike Tyson– atendía con él dando el vuelto. “Hey, Joe”, le dije mientras caminaba hacia él. Extendió la mano de manera horizontal y la dejó así, inmóvil. “Hey, Joe”, repetí. Y Joe, mirando su mano y después a mí, me dijo con una sonrisa familiar: “Todavía firme”.
Me estaba diciendo que había ganado. Estaba diciendo que mientras Alí era una reliquia temblorosa con Síndrome de Parkinson, él, Joe Frazier, todavía estaba firme, y capaz de mantener su mano quieta. Estaba diciendo, sobre todo, que donde fuera que Alí estuviera él lo había llevado hasta ahí, y había sido vengado por el fallo dividido del paso del tiempo.
Ahora Joe Frazier está muerto y Muhammad Alí, una vez más, milagrosamente lo ha sobrevivido. Pero esa es la cuestión de pelear las batallas a lo largo del tiempo: cuando se es joven, se pelea hasta la última campana. Cuando se es viejo, se pelea hasta la muerte.
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