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Domingo, 29 de julio de 2012

> CHARLIE ARTURAOLA, EL SOMMELIER

Hay algo en tu nariz

“Creo que una de las cosas más lindas de la película es que lleva al mundo a Mendoza, donde hoy hay varios de los mejores vinos del planeta; pero también que después de haberme pasado 25 años viajando atrás de una botella puedo darme el lujo de decirle a la gente que este negocio es de carne y hueso”, cuenta Charlie Arturaola en una conversación telefónica desde Miami en la que se confirma lo que está a la vista en la película: que se trata de un personaje simpático, afable, con una enorme y divertida capacidad para la conversación –en un acento portorriqueño que mantiene vivas muchas de las expresiones rioplatenses de su juventud y de sus regresos por trabajo–, y que tiende a narrarse a sí mismo en tercera persona. Al hablar de cómo la profesionalización desvirtúa ciertas esencias, en el sommelier de El camino del vino –como en el villanesco pero finalmente redimido crítico gastronómico de Ratatouille– puede proyectarse al crítico de cine, que, un poco víctima de su especialización, y de la rutina y el impiadoso paso del tiempo, olvida qué fue lo que le gustaba originalmente de aquello a lo que terminó consagrando su vida. “El otro día mi padre, que tiene 85 años y es muy paisano, me dijo: ‘Me tomé una copita de vino que me había quedado’, y yo le pregunté cuál vino, a lo que me contestó: ‘Yo qué sé, uno, de damajuana’. Eso es también el vino.”

Hoy Arturaola trabaja en Europa, Estados Unidos, Argentina, Chile (y “de rebote”, dice, en Uruguay) catando vinos para distintas bodegas, y mal, dice, no le fue, pero ha sido un largo camino. “Cuando terminé el colegio era una época muy mala en Uruguay, la dictadura; te llevaban preso o te morías de hambre. Así que tomé una herencia que me había dejado la familia de mi madre, que murió joven, y me fui a España. Yo había estado estudiando Comunicación y trabajando en una radio de Montevideo, y en un principio me fui con la idea de ver si podía hacer algo en el Mundial ’82. Estuve nueve meses parando en casas de familiares o amigos de mi padre en Madrid y en el País Vasco. Cuando volví a Uruguay para casarme, me había acostumbrado a tomarme media botellita al mediodía y otra a la noche. Mi paladar se había ampliado. Mi padre me dijo: ‘Vos te estás tomando entre 5 y 10 litros de vinacho por semana, me salís muy caro’, y pronto entendí que tenía que volver a irme.” Lo que siguió es una historia internacional que arranca en San Juan de Puerto Rico, en el restaurante de un tal Raúl Orazzi en el que se hizo cierta fama atendiendo una cena a beneficio organizada por Oscar de la Renta y Cartier (700 comensales a 10 mil dólares el cubierto). “Era 1984, y un señor me deja entonces un billete de 100 dólares y una tarjeta debajo de una botella de Dom Pérignon. La tarjeta decía: Arturaola, ya sabemos quién es usted y sabemos que es usted el mejor maestro de sala. Yo no era maestro de sala, lo único que hacía era sonreír y hablarle a la gente, pero resultó que el señor era el encargado de reclutar los maîtres para los hoteles de los cruceros, que estaban muy en auge en Miami en los ’80.” Arturaola se pasó los siguientes años viajando por el mundo. Fue finalmente un cocinero italiano quien le dio la clave para su paso fundamental: “Charlie, tú no eres del comer, eres del vino: siempre que hablas de la comida hablas de un Sauvignon Blanc, de un Chardonnay. El me hizo entender que con el vino iba a tener una mayor oportunidad para llegarle mucho más a la gente, hablarle de la infancia, de la familia, de ser inmigrante. Era latino, joven, caía bien, tenía melena y pinta, era ganador con las mujeres. Ese fue el comienzo. La escuela vino después, mis estudios en Burdeos fueron más tarde, después de mi segundo matrimonio. La segunda vez que me casé, yo quería ser el mejor padre y marido del mundo, pero ocurrió que me terminé divorciando y entonces pensé: ahora me paso seis meses en Burdeos, porque a Charlie le gusta Francia, el Cabernet, la uva burdeolesa, robusta, con carácter y personalidad”.

A mediados de los ’90, tras ser recomendado por la influyente revista Wine Spectator, que puso la carta de vinos que Charlie manejaba en un restaurante de Miami entre las diez mejores de Estados Unidos elogiándola por su “pulso fuerte”; trabajó primero para el restaurante de Robert De Niro y luego manejó los cinco restaurantes y 22 bares del Boca Raton Resort, que bajo su mando se convirtió en el segundo establecimiento hotelero, sólo después de los hoteles Disney de Orlando, que más vino vendía en el mundo.

Durante los últimos tres años, conviviendo cómodamente con su tercera mujer (Pandora, personaje fundamental en la película que no tiene problema en aparecer por momentos como una verdadera bruja), se ha dedicado a la cata por cuenta propia. “Soy un catador a destajo –define–. Hago 140 mil millas de avión al año; las compañías importadoras me llevan a una región y me meten en una bodega con 300 botellas en una mesa a las siete de la mañana y yo tengo que bucear y sacar lo mejor, definir la buena etiqueta la buena calidad y el buen precio.” Pero, lo más importante, dice, es poder narrar el vino en su escala más humana, poder contar algo de las 150 familias, del trabajo físico y de los expertos que hay detrás de cada botella. “Creo que eso es la película, y es lo más lindo que tiene. Yo, por mi parte, no olvido que vengo de abajo, que mi padre era metalúrgico no porque le gustara sino porque venía del campo y no había otra cosa que hacer y tenía que trabajar. Como me dice Nicolás (Carreras): ‘Charlie, te refugiaste atrás de una botella, y te fue bien’.”

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