Lunes, 20 de agosto de 2012 | Hoy
FRAGMENTO 2 > LITTLE RICHARD
Little Richard asustó a mi abuela en 1957. Yo tenía once años, estaba yendo a su casa a cenar con mis padres, y acababa de robarme un disco en una tienda de baratijas. Mamá y papá ni se habían enterado. La elección fue fácil: el 45 rpm de “Lucille” editado por la compañía Specialty. Mi canción favorita. Me sentía alegremente rebelde en el asiento trasero del auto, con el borde filoso del single pinchándome el estómago por debajo del sweater. Una vez en lo de Mama (como llamábamos a Stella Whitaker, la madre de mi madre), fui directo a su vetusto equipo de música y puse el disco. “LU-CILLE! You won’t do your sister’s will!”, atronó por toda la casa como una jauría de perros rabiosos. Fue como si hubiera aterrizado un marciano. Mi abuela se frenó en seco, con la cara pálida, sin entender qué ocurría. Los muebles de época temblaron. Mis padres estaban atónitos. En un solo momento mágico, cada uno de los miedos de mi familia blanca habían salido a la luz: un negro gritón y exuberante estaba en la sala de estar, sin invitación. Ni siquiera el Dr. Spock les había advertido sobre esto. Desde entonces, siempre he deseado poder meterme de alguna forma en el cuerpo de Little Richard, conectar su corazón y sus cuerdas vocales a las mías, e intercambiar nuestras identidades. Después de admirar en el espejo su cuidado jopo sobre mi propia cabeza y sentir su sangre palpitando en mis venas al bajar la vista hacia el bigotito tembloroso sobre sus labios, saldría a los saltos por el mundo gritando: “¡A-wop-bop-a-loo-mop-a-wop–bam-boom!”. ¡Y por fin sería feliz! Algunos extraños se alejarían chillando: “¡Dios mío, es el Liberace de Bronce, el mundo del espectáculo personificado!”, otros se arrodillarían ante el inventor del rock and roll, y por una vez, una única vez, habría una razón verdadera para vivir.
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