Dom 14.10.2012
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La mano del amo

Sobre todo a partir de la Guerra Fría, la CIA tuvo influencia y en ocasiones colaboró con muchas producciones de Hollywood. Pero de esta relación circula muy poca información, al punto de que no resulta tan fácil probarla. Aquí, un mapa de quienes investigaron la mano de la agencia en las películas y de aquellos films que recibieron asesoramiento, a veces para imponer un punto de vista, a veces para confundir a los actores.

› Por Mariano Kairuz

“La historia de cómo la CIA se involucró en Hollywood es un cuento de engaños y subversión que parecería improbable si alguien lo llevara al cine”, escribieron los periodistas Matthew Alford y Robbie Graham en un artículo publicado en The Guardian en 2008, a propósito de esta relación (que cualquiera sospecha que existe) entre la agencia de inteligencia y la mayor industria del espectáculo del mundo, pero de la que existe o circula muy poca información. Argo, el film de Ben Affleck, alcanza a sugerirla, pero en última instancia parece limitarla a su propia anécdota, el espectacular rescate de los seis empleados escapados de la captura de la embajada norteamericana en Irán. “El modelo para este tipo de conexión –escriben Alford y Graham–, es la relación abierta, pero raramente publicada, de los lazos entre Hollywood y el Departamento de Defensa.” El caso del Pentágono, que lleva décadas funcionando como “consultor” y proveedor amigable y relativamente barato de vehículos de guerra, escenarios, armas y un largo etcétera a películas de guerra, espionaje y afines, ha sido investigado por David Dobb y quedó testimoniado en su libro Operación Hollywood (editado en castellano por Océano y hasta hace un tiempo disponible en saldos en las librerías de la avenida Corrientes). En sus páginas se presenta a Phil Strub, responsable del nexo entre una parte y otra, y se detalla el tipo de condicionamientos que entraña esta colaboración: si un productor quiere contar con la colaboración de la Fuerza Aérea o la Marina para filmar escenas de su película a bordo de, digamos, un portaaviones, el tal Strub debe poder leer el guión antes, juzgar si está de acuerdo con el tipo de retrato que se hace en la película de la fuerza en cuestión y permitirse sugerir cambios cuando no es así. Por eso es que el libro lleva por subtítulo “la censura del Pentágono”. Por otro lado, la académica norteamericana Tricia Jenkins publicó un libro similar sobre el nexo de Hollywood con la CIA, aún inédito en castellano, resultado de una investigación por la que se entrevistó con, entre otros, Paul Barry, el hombre que a mediados de la década pasada se convirtió en el contacto de Langley con California –y el segundo en ocupar este puesto, desde el retiro de Chase Brandon, quien lo inauguró, en 1995–, quien le explicó el origen de su “puesto” burocrático y por qué la CIA fue la última de las agencias gubernamentales –después del FBI, el Servicio Secreto, el Instituto Nacional de la Salud y el Departamento de Seguridad Interior– en “desclasificar” su relación con Hollywood y darle un estatuto formal. “Creo que la CIA tardó en crear este nexo formal con la industria del entretenimiento –decía Barry–, porque culturalmente la Agencia ha estado concentrada en nuestras misiones en el extranjero y la mayoría de nuestro personal trabaja encubierto. Nuestra filosofía parecía indicar que no debíamos prestar mucha atención a la percepción pública de la Agencia, pero eventualmente nos dimos cuenta de que el interés de la industria en la CIA iba a continuar tanto si participábamos como si no lo hacíamos. Entonces decidimos que sería mejor para nosotros intentar trabajar con la industria para ayudar a mejorar la comprensión y la precisión de las historias que cuenta. No hay que subestimar la influencia de Hollywood. Muchos norteamericanos están dispuestos a aceptar el mensaje de Hollywood y muy pocos intentarían hacer ningún tipo de investigación para establecer la verdad. Esto se ve reafirmado por los emails públicos que recibimos: en la mayoría de los casos, Hollywood es la única manera en la que el público aprende sobre la Agencia y los norteamericanos muy frecuentemente dan forma a sus juicios sobre nosotros basándose en las películas. El problema se ve agravado cuando se nos retrata como mercenarios y asesinos. Por más que sé apreciar cierto nivel de licencia artística, nada podría estar más lejos de la verdad.”

Pero Alford y Graham insisten en que, mientras que las intervenciones e “intercambios” del Pentágono y los productores de cine –que han incluido acciones tales como cambiar la identidad de un heroico personaje militar de La caída del Halcón Negro porque en la vida real era un violador de menores de edad o la anulación de un chiste sobre la derrota de Vietnam en una de James Bond–, “por muy moralmente dudosas y escasamente publicitadas que hayan sido, al menos ocurrieron en el dominio público”, no puede decirse lo mismo de las colaboraciones con la CIA, “que hasta hace muy poco fueron directamente negadas por la Agencia; esto es, hasta que en 1996 anunciaron con cierta fanfarria la creación de la Media Liaison Office, supuestamente para funciones estrictamente de asesoramiento”.

Este anuncio contaba con un antecedente: un informe compilado en 1991 por un nuevo departamento del director de la CIA, Robert Gates, que se preguntaba si la agencia no debería ser un poco menos “ocultadora”. El informe reconocía que la CIA había desarrollado vínculos con periodistas de todos los medios –gráficos, televisivos– y que esto les había permitido convertir algunos relatos de fracasos en noticias de éxito y heroísmo, revelando que además, en el pasado, había “persuadido a varios reporteros de posponer, cambiar, detener o incluso desechar historias que podían afectar la seguridad nacional”. El mismo informe admite que ha participado activamente en la revisión de proyectos cinematográficos, de ficción y documentales, a pedido de productores, guionistas y directores, para guiarlos “en términos de precisión y autenticidad”. Es decir, sin manifestar interés alguno en la enorme capacidad de influencia y manipulación de la industria del cine y la televisión. Cosa que Alford y Graham ponen en duda, enumerando solo una parte de la infinita lista de producciones recientes que han contado con expresa colaboración de la Central de Inteligencia: entre ellas, The Agency, miniserie producida por Wolfgang Petersen, coescrita por un ex agente y filmada afuera y adentro del cuartel central de Langley, y en la que un capítulo mostraba a la Agencia salvando la vida de Fidel Castro; o el telefilm con Tom Berenger In the Company of Spies (1999), sobre un agente retirado que vuelve para una última, heroica misión –salvar a unos oficiales secuestrados por Corea del Norte– y para la que CIA ofició una presentación y prestó escenarios y extras; o La suma de todos los miedos, cuarta película de la saga protagonizada por Jack Ryan, del novelista Tom Clancy, quien es un viejo conocido de la Agencia, desde que en los ’80 fue invitado oficialmente a visitar Langley, tras el éxito de su libro La caza al Octubre Rojo. A los productores de La suma de todos los miedos –en la que el nuevo Jack Ryan era nada menos que... Ben Affleck– les dio un tour por las instalaciones de la CIA nada menos que su director, George Tenet. Los títulos siguen y hasta crecen en importancia: Charlie Wilson’s War, con Tom Hanks; El buen pastor, de y con Robert De Niro, etcétera.

La historia de este affaire se remonta largas décadas. Unas cartas descubiertas en la biblioteca presidencial Eisenhower, firmadas por el agente secreto Luigi G. Luraschi, un ejecutivo de Paramount que trabajó para la Junta Psicológica Estratégica (PSB en sus siglas en inglés) de la CIA, revelan el alcance de las intromisiones de la agencia en la industria del cine a comienzos de la Guerra Fría: entre otras aberraciones, Luraschi había cerrado algunos acuerdos para que varios directores de casting pusieran en las películas “actores negros bien vestidos” (incluyendo un mayordomo “dignificado”, con frases en el diálogo destinadas a demostrar que es un hombre libre, en Sangaree, de 1953), o que se quitaran algunas escenas del film Arrowhead (1953) que dejaban una mala impresión sobre el trato que se daba en EE.UU. a los apaches. Todas intervenciones cuyo objetivo era combatir la noción de segregación racial que el enemigo soviético sabía explotar muy bien para relativizar el éxito de la “democracia” occidental. La CIA estuvo también detrás de la compra de los derechos de dos adaptaciones al cine de la obra de George Orwell, el film de dibujos animados Rebelión en la granja (1954) y la versión de Michael Radford de 1984 (1958) en los que se buscó hacer pequeñas alteraciones que ayudaran a demonizar a los soviéticos, así como del intento infructuoso de convencer a Frank Capra de que filmara una secuela de su documental propagandístico de la Segunda Guerra (Why We Fight), pero sobre la Guerra Fría (título tentativo: Why We Fight The Cold War) o de las modificaciones en la primera versión fílmica de El americano impasible (en la que el americano asesinado resulta ser no un fabricante de bombas, sino de juguetes) que llevaron a Graham Greene, autor de la novela, a desvincularse de la producción.

“Pero las verdaderas razones por las que la CIA adoptó un papel de consultor en estas producciones –alegan Alford y Graham–, se ven con nitidez en un único comentario de un ex consejero general de la CIA, Paul Kelbaugh. En 2007, Kelbaugh dio una charla sobre la relación entre Hollywood y la Agencia en una universidad de Virginia, que fue reseñada por un periodista local, quien recordaba que Kelbaugh les había contado sobre su experiencia a lo largo de todo el rodaje de la película El discípulo (The Recruit, 2003) con Al Pacino como un agente veterano y Colin Farrell como el chico nuevo al que recluta. Kelbaugh estuvo ahí a título de asesor, pero su verdadero trabajo era confundir a los autores de la película; o según lo citaba el artículo: ‘No queríamos que Hollywood se acercara demasiado a la verdad’.”

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