Domingo, 11 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Luciano Monteagudo
Hay un momento casi olvidado en Crónica de un niño solo que, sin embargo, resignifica toda la película y le da un valor aún mayor al que habitualmente se le reconoce, con plena justicia, como una de las grandes obras del cine argentino. Son apenas un par de segundos, en la última escena de la película, cuando el pibe Polín, resignado a seguir preso de los círculos concéntricos de la pobreza, el abandono y la represión, prisionero de un destino socialmente asignado, de pronto echa una mirada a la cámara.
A diferencia de la legendaria mirada final a cámara de Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes –la película de François Truffaut con la que tantas veces Crónica... fue cotejada–, la mirada de Polín es fugaz, casi furtiva, a escondidas del vigilante que lo lleva agarrado del pescuezo. Pero, por eso mismo, esos ojos negros, duros, que han visto ya demasiado para sus pocos años, interpelan al espectador de una manera particularmente intensa, como un cachetazo. “¿Y vos, qué carajo estás mirando?”, parece rumiar Polín, provocando una extraña puesta en abismo, que da la impresión de potenciar en imágenes aquel viejo concepto de Fanon que, curiosamente, sería la consigna que un año después movilizaría todo el andamiaje ideológico de La hora de los hornos, de Pino Solanas: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”.
Corría el año 1965, Favio ya era –desde El secuestrador (1958)– un actor esencial en el cine de Leopoldo Torre Nilsson y había hecho un corto (El amigo) para deslumbrar a su maestro y convencer a su compañera María Vaner de que valía la pena seguir a su lado. Tal como contaba el propio Favio con su habitual elocuencia, su debut en el largometraje nació de una necesidad profunda, de un intenso deseo de hacer cine, pero de hacerlo a partir de su propia experiencia, de una verdad que surgía no sólo de su conocimiento del tema (él también, como Polín, pasó por un correccional de menores y vivió en una villa), sino también de la honestidad brutal con que encaró cada una de las etapas de su personaje.
Quizás por eso la imagen de Crónica de un niño solo tiene una potencia excepcional, no sólo por la estupenda iluminación de Ignacio Souto, que regula los claroscuros de manera barroca sin caer en el manierismo, sino también por los “encuadres” (tal como figuran en los títulos), que Favio ya había concebido durante la fase del guión. En las puertas que se cierran, en las rejas, en los barrotes, en las cerraduras omnipresentes está la sociedad de control que regula esos claustros y que Polín –-apodado Piantadino– se empeñará, una y otra vez, en burlar.
De la misma manera, la sensación de aire, de vida, de sol que impregna la segunda parte, expresa una libertad que finalmente no terminará siendo tal. Vuelve a hacerse la noche para Polín. Aunque por su mirada, el espectador sabe que volverá a escapar.
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