Accinelli (Buenos Aires, 1983) definió su proyecto para la bienal como “la detección de un lenguaje que está a nuestro alrededor”, pero también podría haber dicho que, sobre todo, es un trabajo sobre cómo registrar el efecto de lo invisible. En una pared, se acomoda una serie de fotografías que muestran el graffiti más minimalista del mundo: sólo una línea de aerosol sobre algunas fachadas. A su lado, una estantería de copas manchadas con aureolas concéntricas, el rastro de que alguna vez contuvieron tinta negra que se evaporó. En el centro de la sala, una especie de mueble sirve de apoyo para unos papeles que lentamente, a medida que reciban humedad, irán cambiando su forma. Son relojes inesperados, registros materiales del paso del tiempo.

La medición y el cálculo, centrales en el trabajo de Accinelli, vuelven a aparecer en el conjunto de postales que contienen un metro, en las radiografías donde se incrusta una abrochadora o en las acuarelas que incorporan y reproducen el nivel que se usó en el montaje, esa herramienta que determina cuán derecha está una obra sobre la pared. Prolijas y manuales, coqueteando con el lenguaje matemático y la lógica, guardan también un aire de ejercicio escolar o de render de diseño industrial.

Entre la materialidad y lo evanescente, la muestra se completa con la filmación de un recital de poesía en lenguaje de señas y una serie de fotografías que muestran un público mirando un escenario o a alguien que no podemos ver, porque Accinelli lo recortó de la imagen. Las miradas y posturas corporales se convierten en la evidencia de lo que está, pero sólo podemos registrar por sus efectos, una forma de cálculo desplazada que recuerda el ejercicio de deducir el peso de una piedra por la cantidad de agua que rebasa cuando la dejamos caer en un fuentón, pero que también acerca a Accinelli a esa zona poética de lo infraleve, al proyecto imposible de registrar lo que podría ser olvidado y que Peter Handke llamaría “el mundo secreto”.