Dom 28.04.2013
radar

Tres deseos

› Por Antonio Birabent

Su apodo traído desde los primeros años, desde esas tardes de hacerse la rata caminando por el Rosedal en las mañanas de sol y lejos del colegio, marcó su camino viajero, volador, yendo de acá para allá, cantando con esa voz valiente y también a punto de estallar.

Nos vimos por última vez este verano compartiendo un escenario. Estaba cansado, cantaba una estrofa y se sentaba un rato largo a recuperar el aire mientras los músicos estiraban el tiempo del blues. Pero, cansado y todo, mantenía esa sonrisa medio compadrita, medio burlona, esos ojitos chiquitos y penetrantes. Un brillo.

Nos enteramos de su muerte y nos fuimos con mi viejo al velatorio. Yo lo busqué desesperado por todos lados porque sabía que él tenía que ir. Se conocían desde de los doce años, desde esas mañanas de sol y las escuchas curiosas y furiosas de las primeras canciones de Bill Halley. Cuando lo ubiqué (mi viejo es de la viejísima guardia: no usa telefonía móvil) le dije que lo pasaba a buscar por la primera esquina que se me ocurrió: Santa Fe y Thames. Hubo un silencio extraño del otro lado de la línea y al final mi padre dijo: “Antonio, podés creer que ahí nos conocimos con Pájaro, a media cuadra de esa esquina...”

Signados por esa casualidad y la emoción nos fuimos a dar el último presente. El viaje en auto, la lentitud en el tráfico hacia Olivos de los que regresan a su hogar después de trabajar fue también una forma de volver al pasado y a Pájaro con la conversación, con la memoria.

Si cada vez que alguien más o menos cercano muere se lleva algo nuestro, con Pájaro se fue un pedazo grande de la música que viene arrastrando esta ciudad desde hace casi 50 años. Esa mezcla poderosa de blues, tango y rocanrol que en su voz era un lamento alegre, un hilo a punto de quebrarse en la emoción más arrabalera, un pedazo de campo al costado de la vereda, el lumpenaje y la estirpe.

Como casi siempre tarde en estos casos, volví a sus discos y rescaté una canción que empezaré a cantar en vivo pronto y además una anécdota risueña: hace más de veinte años, charlando un día con él, dejó una respuesta que lo pinta tal cual, profundo y también jodón, filósofo filoso del día a día. Le pregunté qué tres deseos tenía. Lo pensó unos segundos y acercándose a la mesa y con la mano de costelete al lado de la cara, en un gesto de malevo porteño, me dijo: “Desayuno, almuerzo y cena... ah, y una secretaria”.

Estará siempre volando con nosotros y en nuestro recuerdo.

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