› Por Mariano del Mazo
Si nos paramos en alguna fecha incierta entre 1969 y 1970, en tres discos esenciales se advierte la más profunda e inspirada raíz del árbol genealógico del rock argentino. En 30 minutos de vida de Moris está la tradición del cantautor; del primero de Almendra surge la rama de sofisticación lírica y sonora; del de Manal, el blues y rock callejero. A Moris habría que sumar Tanguito; a Almendra el beat de Los Gatos y la psicodelia de los primeros Abuelos; y a Manal, el pulso suburbano de Vox Dei. En este cameo pionero de trazo grueso no debería faltar Arco Iris, creadores de la fusión rock-folk.
El aspecto legendario no es menor en la consolidación del rock argentino como movimiento, como ghetto contracultural. Entre los dedos ateridos y las noches sin dormir (“¿y para qué?”, ladraba a la luna Tanguito), entre la hemorragia de anécdotas de Plaza Francia, La Cueva, La Perla, Gesell, el sur de la ciudad, asoma la figura siempre marginal de Pajarito. Seguramente sin saberlo, él aportó ideología: la coherencia del naufragio y de la vida al borde de la ley fuera de cualquier anzuelo burgués. Esa deriva romántica y un extraño carisma (colaboró aquí su formidable mote, Pajarito Zaguri: inmejorable) potenciaron el que fue otro de sus logros: su capacidad aglutinadora. Con conciencia de su limitación artística, supo blindarse de buenos músicos de blues y, siguiendo con la genealogía, hubo algo de él en bandas como Dulces 16, La Pesada y Memphis, por citar algunas y obviando el febril fanatismo que su figura despertó en grupos bravos del oeste porteño y del conurbano (las últimas presentaciones de Pajarito en La Perla eran ceremonias de cerveza y devoción).
Es bastante conocido su disco de 1994 En el 2000 (también), en el que a caballo del éxito del engendro de Tango feroz sacó un CD con un packaging de caja de pizza. En esa caja, que hasta traía escarbadientes, se destacaba una sutileza: una ínfima mancha de aceite sobre el cartón. Pajarito Zaguri fue esa mancha de aceite: una presencia casi inadvertida pero en un sentido fundamental –y paradójicamente un detalle pintoresco–, que buscaba desesperadamente acercarse a la verdad.
Los exegetas dirán “Rebelde”, dirán “Alza la voz”, señalarán bluses perdidos en discos más o menos mitológicos. Está bien. Pero al final, la agitada existencia de Pajarito Zaguri fue su verdadera, angustiosa, festiva y maldita obra de arte.
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