Domingo, 23 de marzo de 2014 | Hoy
Por Fito Páez
La máquina idiota, última producción del gabinete Bartisano, es un espacio donde se reflexiona sobre la vida política en profundidad y se juega como corresponde en toda obra de arte. Dudo que en la vida política propiamente dicha haya este tipo de indagaciones y pensamientos sobre los avatares, inconvenientes y acciones atávicas del poder. ¡Y qué falta harían! Bartis plantea sin eufemismos a un grupo de muertos-fantasmas, actrices, actores, asistentes de dirección, tiracables, directores, mozos, recién venidos al mundo del teatro, segundones, prima actrices y hasta un muerto novel que llevan una vida después de la muerte, con los miedos y desparpajos de los vivos. Frente al pabellón de la Asociación Argentina de Actores del cementerio de la Chacarita, deambulan. Se desean algunos, esperan otros, se rebelan, se vigilan, se torean. Están. Y quieren actuar, cada uno el rol que se le designe. No importa qué clase de intervención desarrollen en escena o fuera de ella. Todos, sin excepción, desean participar de esta nueva muerte. Bartis, comediante, escritor y director consumado hace décadas sabe hacer reír al público de Olmedo, al snob y a la crítica, en abrupta caída sobre la pendiente burguesa ramplona de los medios de comunicación masivos. Nada de esto es materia que ocupe su tiempo. Sólo recordar que la Máquina idiota de este inmenso artista argentino es un artefacto donde todos los engranajes llevan a un único y preciado espacio: la reflexión y puesta en escena sobre los artilugios del poder representados en un grupo de zombies melancólicos, en busca de un perdido erotismo y el intento de recuperación de la dignidad, al menos en la vida de los muertos, a través de la participación en la puesta en escena de un Hamlet sin textos y sin ropas.
La certeza del absurdo como materia esencial de la condición humana es clave para abordar esta máquina. La nave Bartis. Mientras la época hace florecer opinólogos, movileros y columnistas sin otro imaginario que la urna, la ironía hueca o “la vida del espectáculo”, en la obra esplendorosa de Ricardo Bartis florecen y rebrotan preguntas fundamentales de la vida metafísica argentina, en todos sus estratos. Con personajes reales, conocibles, palpables. Boxeadoras, maleantes, canallas de baja estofa, camioneros, viejas indias que fuman cigarros de chala, petiteros, actrices en decadencia, príncipes enloquecidos, cumbieros, escritores, hombres-mujeres, extranjeros, pescadores, directores de teatro, etc. Porque la vida metafísica también es la vida política. Y aquí es donde pisa fuerte el amigo Bartis.
Yo pregunto: ¿cómo se intenta comprender una tribu (país) sin investigar algunos de los mecanismos profundos que envuelven toda forma de poder? ¿Cómo se pueden tomar decisiones (no sólo desde el profesionalismo político) sin tener la más mínima curiosidad por un análisis en el tiempo, como en el Bartisano, de los más pequeños engranajes de poder? Y de las consecuencias ineludibles de las acciones de esos engranajes. La soledad, el humor y la desacralización constante de grandes textos (Shakespeare o el discurso de Evita) son la pulpa carnosa de esta gran obra que puede verse en el Sportivo Teatral los fines de semana. Espectáculo soberbio, sus actrices y actores son espadas que se doblan y rechinan cuando la escena lo solicita. Instrumentos vivos y coleando que no se permiten un solo respiro de desconcentración. Ellos y Bartis parecieran formar un gran cuerpo pulpo de varios brazos, ojos y piernas que abrazan y dibujan una Argentina aparentemente diluida en el tiempo pero a la vez, hoy, más nítida, auténtica y absurda que nunca.
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