Domingo, 4 de mayo de 2014 | Hoy
Por Patricio Pron
Algunos años atrás presencié una conversación entre el escritor argentino Rodrigo Fresán y un puñado de jóvenes autores latinoamericanos, en el marco de la cual Fresán fue cuestionado por su deseo explícito de escribir “una gran novela”. Años después, y en el contexto de una literatura latinoamericana deliberada y mayoritariamente “ingrávida”, carente de peso y de ambición (también de trascendencia), aquella conversación adquiere el carácter de un momento importante ante la enorme ambición de La parte inventada, en la que aparece ficcionalizada ligeramente y como la manifestación de unos tiempos francamente malos para la literatura, pero tampoco mejorables.
La parte inventada es la primera novela de Fresán desde El fondo del cielo, publicada en 2009. Su tema es el destino de la literatura en una época de superficialidad y subordinación a una industria del entretenimiento de la que la literatura es un apartado dificultoso y poco redituable; su tono (inevitablemente) es funerario. La novela tiene como protagonista a El Escritor, alguien que conoció cierto éxito algunos años atrás y que decide desaparecer. Su desaparición (cuyas motivaciones sólo se conocen en extenso en la última sección de la novela) es considerada desde diferentes perspectivas, que corresponden a las siete secciones del libro (las cuales, a su vez, responden a los que serían los “únicos” siete temas de la literatura según algunos) y que dan cuenta de los intereses y las preocupaciones habituales de Fresán: una infancia frágil caracterizada por la soledad y la acechanza de un peligro inminente, la vocación como una decisión infantil (que El Escritor toma aquí cuando consigue librarse de morir ahogado), la familia como la caja de resonancia de los peligros del exterior más que como un refugio (en La parte inventada, unos Karma que parecen los antecedentes disparatados de los Mantra, de la novela homónima de 2001), la literatura del siglo XIX como cumbre máxima y ejemplo a imitar, el azar, las vidas de los escritores como espejos deformantes, la necesidad de desaparecer, de dejarlo todo atrás para ser uno con la obsesión y con la literatura, el interés por la ciencia ficción (que conecta este libro con el anterior El fondo del cielo), la enfermedad, la memoria sentimental de discos y libros cuya significación es tanto estructural como subjetiva (y el homenaje a los maestros: Pink Floyd, Bob Dylan, The Kinks, John Irving, Kurt Vonnegut, William Burroughs, Francis Scott Fitzgerald, etcétera), la amistad (que siempre se articula en torno de un interés común, a menudo literario, que condena a algunos y salva a otros), el amor, el final de la literatura.
A pesar de esto último, en la novela hay una vitalidad y una ambición extraordinarias que refutan el diagnóstico (recurrente en el libro) de que la literatura estaría viviendo su final: Fresán ha escrito una novela de una potencia tal que permite pensar que ésta sobrevivirá (a las especulaciones editoriales, a la proliferación de textos y de autoridades que se produce en la red y a un tiempo cuyos escritores parecen haberse resignado a la producción de pseudoliteratura para pseudolectores) si textos como éste continúan siendo escritos. La parte inventada es una novela excelsa en la que se alternan una joven loca, la hermana de El Escritor, que afirma haber bebido la leche de una vaca verde y haber sido embarazada por su novio en coma; un joven que realiza un documental sobre la desaparición de El Escritor y desearía ser escritor él también para seducir a La Chica; un amigo de El Chico que escribió una obra genial y muere al escuchar un chiste de surrealistas; un viejo amigo de El Escritor que, entre el arte y la vida, escoge la vida y a su hijo; el propio Escritor, que exhibe una libreta de apuntes que es como su propia vida: una sucesión de falsos comienzos y de argumentos inacabados. Nada ligero, nada ingrávido para aquellos lectores a los que la literatura interesa al tiempo que desalienta: una ambición decimonónica puesta al servicio de la escritura de una novela rabiosamente contemporánea.
La parte inventada ofrece al lector de Rodrigo Fresán lo que éste espera y un poco más: la acumulación de noticias dispersas, la digresión deliberada que determina que la narración avance mediante la sucesión de escollos, la superposición de elementos de la cultura pop y la alta literatura, el humor melancólico, la prolepsis, el ensayismo literario como recurso narrativo (y nadie piensa la literatura estos días como Fresán), etcétera. A todos estos elementos, su nueva novela suma algo poco habitual en la obra del escritor argentino radicado en Barcelona: una rabia y una resolución que faltaban en sus libros anteriores. En La parte inventada (566 páginas) no hay nada innecesario; su extensión es la que su autor requiere para hacer algo muy difícil en estos tiempos: demostrar que la literatura es aquello que convierte nuestra vida en algo más que una agotadora preparación para la muerte, en la única parte de ella que tiene “alguna estructura, alguna belleza” para algunos de nosotros.
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