Miércoles, 12 de diciembre de 2007 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › SOLILOQUIOS, ULTIMO TRABAJO DE BEATRIZ VIGNOLI
La semana pasada se presentó en sociedad el último libro de poesía de Beatriz Vignoli. La autora juega con las máscaras, los nombres propios, para echar luz sobre el lugar en el que la voz los pone en rebeldía.
Por Sonia Scarabelli
En un breve texto titulado "Los derechos del poeta sobre la lengua" Paul Valéry define al poeta como "una desviación, y agente de desviaciones" que "para obrar mediante el lenguaje, obra sobre el lenguaje. Ejerce sobre algo que le viene dado una acción artificial -es decir, voluntaria, reconocible- y lo hace por su cuenta y riesgo".
La sensibilidad e inteligencia para proponer desvíos, extraordinarios y reveladores, por su cuenta y riesgo, es uno de los muchos rasgos que resultan admirables en la poesía de Beatriz Vignoli, y el modo en que esta acción no toma en sus poemas nunca la forma de un capricho estilístico, un alarde de novedad, un gesto meramente revoltoso. Sino que alumbra una suerte de "canto claro" y extremadamente singular, montado sobre el nervio riguroso de la intensidad, la condensación y, entrando de lleno en un terreno del que Soliloquios --su último libro de poemas-- da cuenta sobradamente, de una ética de la palabra, que funda su rebelión en la "resistencia", en sentido físico, material, y también, por esto mismo, político.
La poesía de Vignoli siempre parece haber sido escrita en un centro de máxima tensión que hace saltar los puntos a las costuras convencionales del sentido, para revelar, por debajo y trayéndolo a la superficie, el trazo delgadísimo, extremadamente sutil, de una cicatriz que corre develando nuestra sutura extraña, frankesteiniana, hecha de polaridades y diversidades de toda especie, temporales, anímicas, espaciales; cultura, sí, y naturaleza también. Y la cultura, o lo que alguien se atrevería a llamar "sus bienes", tanto como "sus desdichas", es algo de lo que Vignoli sabe apropiarse con densidad histórica y transhistórica, asumiéndola, no como ruina o resto, sino como circunstancia orgánica y que demanda un enorme compromiso; no museo de erudito, sino rastro, huella humana, registro palpitante.
Marcado el lenguaje como el cuerpo, se aplica a volver sobre lo ya transitado para pergeñar su nueva aparición, para volver a tener una palabra más con lo que se presenta de una manera equívoca como saldado o concluido, fatalizado. Levanta así, como si dijéramos, de las profundidades, los hitos de una red de innumerables conexiones, y muestra el revés donde lo en apariencia desligado expone un vigor sorprendente para recrear sus vínculos.
Esta manera de lo poético tiene en Soliloquios una voz que se caracteriza por su naturaleza coral, aún cuando a primera vista, el yo lírico tenga aquí la apariencia de una figura que se hace presente para dominar, de uno en uno, la escena total del poema, justamente por esa acto que ocurre en el teatro como un apartamiento de la escena, un paso al costado de la acción principal. El soliloquio, escribe Vignoli, es decir "la convención teatral según la cual el actor o actriz, apartándose de la escena, pronuncia en voz alta y sólo para el público los pensamientos íntimos de su personaje, puede servir de máscara para la primera persona de la poesía lírica". De tal modo que lo que se impone a la máscara, es la voz que llega a través de ella, ya no para reafirmar lo que se le ha otorgado como destino (señalado aquí por el nombre propio: Ifigenia, Nathanael, Mersault y tantos otros) sino, justamente, para desmoronar en la máscara, lo que resiste a la dinámica de la encarnadura, lo que hace de ella una estela fija, el signo de una fuerza que avanza en una única dirección.
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