Martes, 24 de marzo de 2015 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › PLASTICA. MISMIDAD, MUESTRA DE LáZARO DIACOVICH EN EL FONTANARROSA
La del artista y arquitecto rosarino es una obra singular y casi secreta, que se nutre de colores, formas y mitologías de Europa y Oriente, como también de la literatura de Borges, la geometría fractal y diversas corrientes místicas.
Por Beatriz Vignoli
Lázaro Diacovich (rosarino, arquitecto, 36 años) es uno de esos artistas "demiurgos", o creadores de mundos, que ya no abundan. Trabaja en su taller de zona sur "de lunes a lunes más de diez horas por día". Cuando no está produciendo viaja por Europa y por Oriente, que es su manera de imbuirse de colores, formas, espacios y mitologías que luego vuelca en su obra: una obra singular y casi secreta, que se nutre también de la literatura de Jorge Luis Borges, los laberintos, la geometría fractal y muy diversas corrientes místicas.
En los últimos cinco años realizó en Rosario dos exposiciones individuales. Gunas tuvo lugar en abril de 2013 en el espacio La Toma, donde Diacovich expuso lo producido desde 2011. Su nueva muestra, Mismidad, abarca tres años de su quehacer, abarrotando con 30 obras que produjo desde entonces en diversas técnicas (pintura, escultura y textiles) y materiales (pinturas, lienzo, madera, aluminio, etcétera), y se expone en la sala Leónidas Gambartes, en el segundo piso del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa (San Martín y San Juan), hasta el domingo 5 de abril.
"Creación" es un término que debe tomarse muy en serio a la hora de entrar al universo Diacovich. Habiendo dejado afortunadamente atrás un primer y vacilante período figurativo de inspiración expresionista, en la última media década el artista se puso a construir su propio lenguaje abstracto y simbólico, donde las disciplinas de la pintura y la escultura se entrecruzan de un modo único para narrar cosmogonías mediante el devenir de la pura forma. Una de las series de esculturas que expone en el Fontanarrosa, y que lleva el enigmático título de En el principio creó seis, consiste en una serie de "movimientos" que se expresan cada uno en una estructura diferente. Se trata de poliedros complejos cuyo armazón lineal queda invisibilizado bajo una urdimbre de hilos de colores, la trama tupida de los cuales teje los planos, a la vez que ofrece en cada plano una especie de pintura puntillista: en lugar de ser aplicados mediante pinceladas, los colores puros se traman literalmente entre sí mediante los hilos. Los segmentos de hilos resurgen en una repetición que va mutando sus combinaciones, haciendo del antiguo arte de la cestería un pixelado matemático.
Formado en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Rosario, Diacovich domina la teoría del color, lo que le permite lograr mezclas ópticas entre tintes análogos e ilusiones perceptuales de color luz. Con esta técnica Diacovich también crea textiles planos, verdaderos cuadros donde el tejido dibuja patrones rítmicos que narran variaciones y transformaciones. El título de una de estas piezas, Hrönir de undécimo grado, remite al nombre que les inventó Borges (en su cuento "Tlön, Uqbar, Orbius Tertius") a cierto tipo de objetos del universo Tlön, también inventado por él. Escribe Borges: "No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir" (singular, hrön). Aquí el concepto borgeano de "objeto" se asemeja al concepto matemático de objeto. Como tal, implica un ritmo. "Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado (los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön) exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer", continúa el autor del cuento fantástico.
En otra serie de obras, titulada mental (con m minúscula), Diacovich combina sus tramas textiles con partes tridimensionales del cuerpo humano; en este caso, el cerebro. El título alude a la función del mismo, la mente, también terminación común en castellano del adverbio. El adverbio es la forma gramatical que mejor representa la lógica filosófica y narrativa de estas obras: no se tratan ni de la sustancia implícita en el sustantivo, ni de la cualidad sustancial del adjetivo, ni de la acción expresada en el verbo, sino de lo que el adverbio adosa al verbo: un modo entre otros del devenir, un dharma.
Otro título que abre interrogantes es El nombre del nueve, bajo el cual Diacovich agrupa una serie de pinturas cuadradas a todo color. Allí se sugiere un espacio infinito, en el cual se constelan vivaces sistemas entre distintos grupos de formas, que evocan células orgánicas o partículas minerales. Llama aquí la atención la semejanza entre dos tipos de formas hexagonales: el símbolo de la estrella de seis puntas y cierta estructura cristalina similar al copo de nieve.
Es sobre todo en estas nuevas pinturas donde el lenguaje abstracto y simbólico de Diacovich parece asumir más claramente su función de cosmogonía, es decir, de relato de cómo nace o puede haber nacido un mundo. Además de modelos de las ciencias naturales o exactas, las pinturas evocan también el arte religioso de pueblos no occidentales, sobre todo por el color vibrante y luminoso, y la repetición de formas. La palabra "universo" también debe ser tomada en serio en relación con esta obra. Lo matemático y lo mitológico son un mismo lenguaje para este artista borgeano y felizmente inclasificable.
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