Martes, 5 de mayo de 2015 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › PLASTICA. EL IMPERIO DE LA ILUSIóN, DEL HOLANDéS ERWIN OLAF
Representante del stage photography, el prestigioso artista presenta en una selección de fotografías, instalaciones y videos de sus series artísticas más recientes. Las obras fueron escogidas por el curador español Paco Barragán.
Por Beatriz Vignoli
El último día del mes pasado, el Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino (Oroño y Pellegrini) inauguró cuatro exposiciones, que pueden visitarse hasta el 3 de agosto. Entre ellas, El imperio de la ilusión, del prestigioso fotógrafo holandés Erwin Olaf, reúne en la planta alta una selección de fotografías, instalaciones y videos de sus series artísticas más recientes. Las obras fueron escogidas por el curador español Paco Barragán, quien además dictó un seminario intensivo sobre mercado del arte y gestión cultural en el Macro previo a la inauguración de la muestra.
Nacido en 1959 en Hilversum, Holanda, Olaf tiene su estudio en Amsterdam, desde donde colabora para la revista Vogue. En diversas entrevistas ha hablado de su vocación por contar historias y de que se imagina a sí mismo más como un director de cine que como un fotógrafo. En 2011, en su país, obtuvo por su trayectoria el consagratorio premio Johannes Vermeer; distinción que, además de señalar oficialmente su importancia dentro del arte contemporáneo, se deja leer como indicio de la tradición pictórica en que se inscribe su obra fotográfica, representante de la tendencia conocida como stage photography (algo así como foto escénica; un artista santafesino notable en este género es Marcos López).
El interior burgués bien ordenado, en el que cada objeto está pintado con todo detalle y opera como signo, formando una composición de sentido alegórico junto a figuras humanas impecables que posan con impasible compostura bajo una luz tan natural como misteriosa y escrutadora que baña todo el espacio, es típico de la pintura flamenca de Vermeer. También lo es de las fotos de Olaf, al menos de las series recientes que antologa esta muestra.
La puesta en escena es fundamental tanto en Vermeer como en Olaf, porque para ambos lo que parece importar ante todo es pintar o fotografiar exactamente aquello que está ahí, solo que con el fin (¿moral, estético?) de mostrar lo que se esconde, lo que se escamotea a la mirada. El barroco flamenco sirve a la ética protestante con su cuidado en exponer cada mínimo indicio material del alma humana (y de sus intenciones) ante esa luz sobrenaturalmente nítida, a la que ningún detalle escapa. Todo es prueba para el futuro juicio divino y así es como las escenas parecen congeladas en la eternidad. No sólo el exceso de maquillaje y fijadores hace que las modelos de Olaf parezcan estatuas de cera, sino que su hieratismo es el de quien comparece ante una ley sobrehumana. Si Dios es el gran voyeur, sus criaturas lo imitan, desde el maestro de escuela que divide su atención entre la sección científica de un embarazo y la media caída de la colegiala en una fotografía de la serie Hope, hasta la mujer madura cuyo clic al abrir el botón de su traje la delata ante el joven bañista en la videoinstalación titulada Wet (cuyo título alude, en un doble sentido, a los diversos tipos de fluidos que circularían dentro y fuera de ambos personajes).
Hay una sola forma de ocultarlo todo: revestirse íntegramente en plástico negro, pero entonces el brillo del material convierte el cuerpo en fetiche. Así lo hacen los tres actores de esa gran humorada oscura que es el video Separation. Allí, en un interior de mediados del siglo veinte, donde la familia cena y mira televisión, Olaf mezcla lo más extremo en máscaras y catsuits de cloruro de polivinilo con los juguetes de hojalata de su niñez. Con una cámara que imita la retórica visual de paneos al ras de un thriller de Hitchcock, el instante en que los patitos de hojalata a cuerda que envía el hijo desde el living hacia la cocina chocan contra los tacos aguja de la madre (quien se inclina y los enfila en su vía de regreso) parece una de aquellas regresiones infantiles fulminantes de los pacientes de Freud. Tanto Hope como Wet como Separation se prestan al comentario sobre la perversión o lo siniestro, pero el autor prefiere hablar de "fantasía" mientras muestra un sutil sentido del humor.
Lo alegórico de la imagen a veces se desliza hacia la mera ilustración. Hay una foto de la serie Berlín que alude obviamente a Jesse Owens, el atleta afroamericano que ganó cuatro medallas precisamente en las olimpíadas con las que Hitler pretendía demostrar ante el mundo la superioridad racial aria. En el cortometraje retrofuturista satírico Le dernier cri (El último grito), Olaf satiriza los excesos de la moda.
Las imágenes más ricas de Olaf son aquellas donde parece que no pasa nada. Con sus suaves gamas de tonos beige, en interiores ambientados hasta el último detalle en la primera mitad de los años sesenta, la serie Grief parece responder a la pregunta: ¿dónde estabas cuando mataron a John Kennedy? Al igual que en aquella pintura de Vermeer conocida como La carta, cada modelo posa junto a una ventana por donde entra la luz diurna; y es la luz, junto con lo que transmite la noticia (papel, radio o televisor, dentro o fuera de campo) y con algún rictus casi imperceptible en el rostro de cada figura, casi la única emisaria de un exterior donde llega a intuirse que algo grave y definitivo ha sucedido. El mutismo de cada personaje oculta y revela a la vez el impacto.
Decía el crítico y filósofo Walter Benjamin, en su ensayo Onirokitsch, que los surrealistas plasmaban en sus obras ese decorado de sus sueños que el subconsciente les traía desde la niñez. Así, el interior burgués finisecular llegaba, a través del sueño y el arte, a los espectadores de otra generación. Esa materialidad imaginaria de una época es la que Olaf rescata.
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