Lunes, 11 de enero de 2016 | Hoy
Por Leandro Arteaga
Es un placer ver cine de terror, con conciencia de género, capaz de hacer dialogar sus resortes con una época histórica que no tuvo representación semejante en la pantalla. En este sentido, Resurrección se arroja en la Buenos Aires de 1871, con Sarmiento presidente, y los estragos de la fiebre amarilla. El protagonista es un sacerdote hace poco ordenado (Martín Slipak), quien entiende que es Dios mismo quien le hace detener en la estancia familiar, durante su camino a Buenos Aires.
Una vez allí, los familiares encerrados, la capilla encadenada, el criado sospechosamente atento (Patricio Contreras), suman misterio a un relato atravesado de miedos religiosos y fricciones de clase. De alguna manera, la máxima "civilización o barbarie" se inscribe en el alma de estos temores, entre la fe traída por los barcos y la superchería que la amenaza.
Es más, el inicio mismo del film de Gonzalo Calzada -quien de cine de género sabe y mucho, con títulos como Valdemar y La plegaria del vidente- da cuenta de este enfrentamiento, al echar al curandero de la morada de estirpe familiar, ya que es la fe del sacerdote la que de ahora en más se encargará del asunto. Pero entre mordidas y vómitos -hay muchos vómitos en la película- el joven sacerdote no tardará en hacer tambalear su creencia. Él, que ha hendido la palma de sus manos con una cruz afilada, entre visiones. Dios es dolor, después de todo. Pero un dolor que hay que saber aguantar.
Por eso, la superchería otra vez. Y ojo, que si el diablo mete la cola una vez, ya será tarde después. Lo mejor del caso, es que allí donde se supondría previsibilidad argumental, la película sabe cómo responder a los lugares comunes del género -que sería algo así como un gótico criollo-, entre fantasmas y gritos, mucha niebla y ahorcados, para encontrar una resolución que es sorpresa y permite sostener el verosímil.
Crédito aparte para la manera magnífica con la cual Resurrección presenta sus títulos, a partir de dibujos del artista Enrique Breccia. Los blancos y negros del gran historietista, esas narices aguileñas inconfundibles, los vahos de muerte, ofrecen un clima de recreación histórica ideal, para una película que sabe cómo adentrarse en esa época de siglos pasados. Lo que se necesita es sapiencia narradora, y a Calzada le sobra. No sólo eso, sino que es capaz de delinear un clima de angustia existencial, con un Slipak que está todo el tiempo gimiendo, caído, ronco, vomitando. Magnífico.
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