Lunes, 18 de abril de 2016 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › KóBLIC NO ES OTRA COSA MáS QUE UNA PELíCULA SOBRE LA úLTIMA DICTADURA MILITAR.
Desde los parámetros del cine de géneros, Kóblic confronta a un piloto de los vuelos de la muerte con sus fantasmas. Lecturas encontradas, que desvarían la mirada crítica. Un militar como héroe del relato y las casi "disculpas" por el tema abordado.
Por Leandro Arteaga
Llama la atención que entre los comentarios que circulan alrededor de Kóblic, de Sebastián Borensztein, algunos se hayan preocupado por aclarar que si bien se trata de una película sobre "los vuelos de la muerte", también es otra cosa. Casi a la manera de una alerta, dedicada a tranquilizar a espectadores potenciales que, se supone, inmediatamente elevarían quejas al cielo ante "otra película sobre la dictadura".
Lo estrictamente cierto es que Kóblic no es otra cosa más que una película sobre la última dictadura militar. Vale emparejarla con la filmografía del director, para situarla de manera cercana a Sin memoria (2010) y Un cuento chino (2011). Tal como lo figura el título de la primera, la construcción de la memoria está en peligro, y más vale preocuparse, no vaya a ser que uno de estos días, uno se despierte y no recuerde demasiado quién es ni de dónde viene. Un cuento chino, en tanto, comparte con Kóblic la estructura dramática: si en aquella, la guerra de Malvinas era el telón de fondo del personaje principal, de revelación final, en ésta hay una misma concepción para el Kóblic de Ricardo Darín, piloto de los vuelos de la muerte que lidia con su angustia. A diferencia del film anterior, acá el motivo está claro desde el vamos, a partir de una información gradual que se completa entre los sueños y rememoraciones de este capitán de la Armada.
Es 1977. De manera furtiva, sin dejar rastros, Kóblic se esconde en el pueblito de Colonia Santa Elena. Algunas indicaciones bastan para que el espectador se sitúe; es decir, Borensztein sabe manejar de manera clara las referencias dramáticas: una pareja fugitiva, una llamada telefónica, ella lo abandona tras algunas indicaciones, él se ocupa en un trabajo, esconde sus armas e identidad. El pueblito tiene un comisario de peluquín, malísimo (Oscar Martínez); una mujer bella y sola, de vida detenida (Inma Cuesta); y un tugurio donde se bebe y visitan mujeres. Es decir, vínculos que remiten al western a la vez que definen los cruces y enfrentamientos entre los personajes.
La nueva ocupación de Kóblic es también en un avión, ahora fumigando. Un desperfecto en pleno vuelo le causa un primer cruce con el comisario Velarde. A partir de allí, la sucesión de sospechas crece, mientras Velarde procura reestablecer la tranquilidad que él sabe cómo organizar, en consonancia con los dictámenes de su coronel, la alcahuetería, el uso licencioso del whisky, nafta y chicas, el gatillo fácil y los interrogatorios. De manera simétrica, Kóblic busca mantenerse invisible, mientras los sucesos le llevan a adoptar un rol diferente: el piloto de los vuelos de la muerte entrará en acción, será capaz de enamorar, y a la manera de tanto relato de redención, enfrentará sus fantasmas.
Ahora bien, lo insoportable es que el héroe sea, justamente, un militar. En este sentido, hay mucho detalle que hace ruido, por permitir al film la posibilidad de exculpar a su personaje. Desde este punto de vista, vale aclarar y por las dudas, no se trata de discutir si hay o hubo militares poco convencidos de su tarea, sino de que sus crímenes son incontestables. Es cierto que el film de Borensztein recrea el hecho criminal militar como indudable, pero también lo es que lo hace desde las ensoñaciones del personaje, rasgo muy discutible. Todavía más al permitirle la confrontación y superación del mismo, algo que despide lecturas encontradas.
Como ejemplo, un procedimiento similar se da en La lista de Schindler, donde Steven Spielberg recrea las cámaras de gas en forma de duchas y agua. Lo hace desde el suspense, a partir del conocimiento previo de todo espectador sobre el hecho aberrante, pero allí cuando debía salir gas, sale agua. No vale pensar si hubo o no duchas y agua en algunos campos de concentración, lo que importa es recordar que sí hubo cámaras de gas. Si el hecho se altera, la duda aparece.
Por eso, aplicar los parámetros del antihéroe norteamericano a un militar argentino de los '70, es un riesgo. Si en aquel tipo de relato, el héroe es un personaje caído, de moral ambigua, acá la historia es otra -así como con el Holocausto, es por esto que La lista de Schindler es una de las peores películas de Spielberg-. El Kóblic de Darín es alguien que hace justicia por mano propia, celebrado en su accionar. Este rasgo sucedía de manera elocuente en la exitosa El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, donde el personaje de Darín -en quien la ley encarna- hace la vista gorda a la tortura final: un ojo por ojo ajeno a la prédica por la justicia de los organismos de derechos humanos.
Además, Kóblic es "disculpado". Sea por la "no intervención total" en los vuelos que lo mortifican, sea por la adhesión final que el desenlace le depara. El film hubiese sido, por esto, mucho más arriesgado de haber evitado tales "amabilidades", así como por desvanecer la extrañeza sexual -con ecos raros, de síndrome de Estocolmo- entre Kóblic y Nancy (Inma Cuesta): la resolución es bien tonta por ajena a lo que incitaba; así, Kóblic queda inmaculado, y la pareja de Nancy, inculpada.
Por último, al permitir la redención de su personaje, Kóblic, la película, avanza hacia un después que, más allá de cierta fuga infructuosa que podría tener el personaje, replica de otros modos en los tiempos actuales. Como si fuese un "mirar hacia adelante", con los ojos puestos en lo que sigue, antes que seguir varados en lo ocurrido. Quien escribe duda de que sea ésta la mirada de Sebastián Borensztein, pero su película admite tales lecturas, en una superposición de capas semánticas que terminan por bloquear lo que no se debe. No hay olvido, no hay perdón. Tampoco para Kóblic, le guste o no a su director.
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