Lunes, 19 de marzo de 2007 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › "TIEMPO DE VIVIR", DEL DIRECTOR FRANCES FRANCOIS OZON
Un relato en el que los elementos son los mínimos, ante la
inminencia de la muerte. La película subraya la permanencia
fugaz del gesto, donde la palabra encuentra el lugar preciso.
Por Emilio Bellon
Tiempo de vivir 9 puntos
Guión y dirección: Francois Ozon.
Fotografía: Jeanne Lapoirie.
Música: Valentin Silvestrov.
Intérpretes: Melvil Poupaud, Jeanne Moreau, Valeria Bruni-Tedeschi, Daniel Duval, Marie Riviere, Christian Sengewald.
Duración: 83 minutos.
Salas: Del Siglo, Showcase y Village.
En este momento en que el público europeo asiste fascinado al estreno de Angel, el último film de Francois Ozon (París, 1967) presentado en el último festival de Berlín, en el que se narra la historia de una soñadora novelista en la Londres de principio de siglo, en el espacio de un barrio obrero y en clave de melodrama clásico, con las actuaciones de Romala Garai, Sam Neil y Charlotte Ramplin entre otros; en esta misma semana, afortunadamente, podemos conocer su film del 2005, Tiempo de vivir, cuyo título original, "El tiempo que resta" nos lleva a pensar en aquellas expresiones límites: "los días contados, "lo que queda por vivir".
Y es que el film se centra en Romain, un fotógrafo de treinta años, que vive con su joven pareja gay Sasha, quien un día recibe su diagnóstico. Ya no se trata de sida, como inmediatamente se puede escuchar por boca de algunos en la platea, sino de un cáncer terminal. Esta afirmación está en las puertas mismas del film y es tal vez cierta intuición por parte del protagonista, cuya mirada conduce todo el relato, la que nos lleva a esos títulos iniciales de un momento en la playa, en el que vemos a un niño, de espaldas, avanzar hacia el mar.
A diferencia de aquel disparatado film teatral, en clave policial y delirante estética kitsch, Ocho mujeres, aquí Francois Ozon nos devuelve el ascetismo, la desnudez de una de sus obras cumbres para quien firma esta nota, Bajo la arena que vimos hace seis años. Y nuevamente aquí la sensación de vacío y el sentimiento de soledad, en ciertos instantes, ocupan el lugar del plano. Con aquel definitivo diagnóstico, con ese resto de vida acotada que aún lo lleva a recorrer ciertos lugares de su memoria, Romain sale a la búsqueda de un reencuentro.
Frente a su familia, su madre y su hermana, se generarán ciertos inevitables choques -tal vez, estallarán los de siempre-; con su padre, habrá un acercamiento desde cierta complicidad táctica. Y allí está ahora Romain con su secreto a cuestas, con su cámara fotográfica, prolongación de su mirada, exploradora de lugares casi olvidados. Escuchamos en ligeros momentos el sonido de un piano, sus notas pausadas. Escuchamos igualmente el avecinarse del silencio.
En su regreso a la casa de su abuela Laura, conmovedora Jeanne Moreau, Ozon libera un clima proustiano, momento en el que Romain podrá encontrar quien lo escuche. Ambos de distinta manera están a la espera de su partida. Es el abrazo sensible, el avecinarse de un cuerpo al otro, el estar juntos... el relato de una historia de un tiempo pasado que llevó a la anciana dama a ser la olvidada por los demás. Es un álbum de fotografías que estaba esperando la llegada del nieto para nuevamente ser abierto, recorrido, por una mano y una voz narradora de historias.
Con la presencia de algunos flashbacks, particularmente en lo que define a la relación de Romain con su hermana, Tiempo de vivir subraya la permanencia fugaz del gesto, que se manifiesta en una caricia, en un roce, en un intento por alcanzar algo, en una llamada telefónica. Y esto particularmente permanece como huella -como aquellas imágenes fotográficas- en ese recorrer los nombres que tienen lugar en cada vida.
El penúltimo film de Francois Ozon (el año pasado pudimos valorar Vida en pareja, destacado en nuestra selección de los films del año), tiene como protagonista a un hombre joven y su tono es particularmente crepuscular. Es como si todo el relato estuviese orientado a reafirmar aquellas preguntas sobre los misterios y la fragilidad de la vida. Y es al mismo tiempo, en sus reflejos mortecinos, una historia sobre lo que no estaba previsto, lo que algunos llaman Azar y lo que otros prefieren llamarlo destino; términos que se traducen a veces en esa expresión coloquial presa de una rara ambigüedad fonética: ¿causal o casual?
Y es que en la vida de Romain, camino a la casa de su abuela, en un primer momento, alguien se cruzará en su vida. Tras el aproximarse de una mujer a su mesa y entablar un pequeño diálogo, Romain le transmitirá que hace ese viaje "para decirle que la ama mucho". A su regreso, será esta misma joven mujer, quien tras haber decidido algo con su marido, le haga a Romain un particular y comprensible pedido. Será este hecho el que le permita a él plantearse otra manera de transitar sus próximos y últimos días, de recuperar otras miradas.
Estamos en un film en el que la palabra encuentra el lugar preciso y en donde el gesto anida para que escuchemos su presencia. Estamos en un relato en el que los elementos son los necesarios, los mínimos, ante la inminencia de la desnudez de la muerte, la que no se mostrará de manera agónica frente al espectador. Y estamos ante el rostro de Jeanne Moreau, una de las actrices más relevantes de los años 50 y 60, de quien Francois Truffaut, uno de sus directores más amados escribiera en 1981: "Como mujer es apasionada, como actriz es pasionante (...) después de más de veinte años en el mundo del cine, el rodaje de Jules et Jim continúa siendo gracias a Jeanne Moreau, un recuerdo luminoso, el más luminoso".
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