Lunes, 21 de mayo de 2007 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › "SIETE AÑOS", PRIMER FILM DEL FRANCES JENN PASCAL HATTU
Un conflicto particularmente intimista, que se sostiene a partir del personaje femenino de una historia singular.
Por Emilio A Bellon
Siete años. 8 puntos
Francia, 2006
Dirección: Jean Pascal Hattu
Guión: Daporta, J.P Hattu y G. Taurand
Fotografía: Pascal Poucet
Intérpretes: Valerie Donzelli, Bruno Todeschini y Cyril Troley.
Duración: 100 minutos.
En su primer largometraje Jenn Pascal Hattu, asistente de dirección en los últimos films de André Techiné (de quien hemos visto hace algunas semanas Los tiempos Cambian), nos invita a seguir de cerca un conflicto particularmente intimista, marcado por un ritmo que pone el acento en el transcurrir del tiempo, en las inmediaciones de una situación límite.
Atento a las pulsaciones de las conductas humanas, como lo podemos reconocer en los films de su maestro, tal como Mi estación preferida, Jean pascal Hattu define su concepción de relato ya en la primera secuencia del film, donde una actitud, que es todo un gesto, donde un pequeño hecho cifra un determinado tipo de vínculo, caracterizado en este caso por el efecto prolongado de la huella de un aroma que permite conectar dos mundos; separados a lo largo del film por las rejas de una prisión en la que anida, dos veces a la semana, un tiempo de espera.
Entre Maite y Vincent hay un cariño y un deseo que transforma a esa tan anhelada visita, tanto de uno como del otro, en un celebrado ritual, marcado por actos que se repiten, pero donde sin embargo está presente la capacidad de asombro. No es una rutina ni un acto de obligada conducta la que lleva a esta mujer a vivir cada nuevo encuentro como otro inugural. Es el amor que ella siente por su marido, la atracción física que la lleva a explorar en soledad su propio cuerpo; la que lleva a aceptar, tras varias negativas y rechazos, que un tercero, un guardiacárcel, entre en escena.
De esta manera tanto los objetos que arman un pequeño universo y la presencia de un tercero van tramando un nuevo dibujo en cada movimiento del film. Un nuevo elemento, además del perfume nombrado, pasará a unir el universo de ambos, a través de la figura de ese tercero, que mediante un dialogo tácito, afianza el recorrido de la misma mano sobre el cuerpo de Maite, en una suerte de continuidad de la propia mirada del hombre que guarda, expectante y silencioso, en prisión.
Son siete los años que Vincent deberá pasar en la cárcel. Son infinitas las horas que ella deberá soportar en su soledad, dominada por una precaria situación económica y guardiana de un niño que habita en la casa de enfrente. La mirada del niño funciona por momentos como la voz de una conciencia social, que comienza a interrogarse sobre ese otro que ahora naturalmente conecta la prolongación de un acto de amor; sujeto al juicio crítico de algunos espectadores, quienes ofuscados van dejando la sala.
Como la figura de una mujer fugaz, así se va delineando el personaje femenino de esta historia, que se sostiene, igualmente en ese venir y regresar, dos veces a la semana, de la prisión. Para ello, su realizador plantea un montaje que va marcando la confirmación del personaje, en ese movimiento, que en más de una oportunidad, entre ir y volver, requiere de un mismo encuadre, de una similar angulación.
Podemos pensar a Siete años como un film minimalista que pone el acento de la trayectoria de la mirada y de la mano de cada uno de sus personajes, como asimismo en el tono, por momento susurrante, que nos recuerda ciertos instantes del film de Francois Ozon, Tiempos de vivir. Y al volver sobre aquel otro objeto que pasaba a conectar ambos espacios, un grabador, vemos cómo otro de los sentidos, además del olfato, se va potenciando desde cada nueva cita.
La crítica subrayó la capacidad del modo en que su director, Jean Pascal Hattu, narra su historia, por el concepto de espacio dramático y por su particular sutileza que se recorta sobre esa mirada detenida profunda, como penetrando la misma imagen, que el relato va ofreciendo. Por ese particular tratamiento del silencio, del silencio que puebla el alma de estas tres personas.
Las gotas de perfume, desde el momento inicial, se van expandiendo lentamente, a lo largo del film. Del toque sensorial olfativo pasamos ahora a la textura y al color rojo, prueba irrefutable de un haber estado allí, extensión de la mirada de Maite a través de ese tercero que no llega a desdibujar jamás, aún en el mismo triángulo, la fuerza omnipresente de ese amor de dos. El tercero, mensajero que péndula su propia esperanza, en cada nuevo encuentro, ha pasado ahora a ser esa línea invisible, necesaria, de acercamiento de dos cuerpos a partir de la comprensión.
Y esto irrita a un sector del público, pese a ese medio tono del film que parecería no poder despertar enojo alguno. Desde las propias palabras de Vincent, que establecen ese pacto secreto, la necesidad de volver a la presencia física, la lejanía del contacto se vuelve relato y escucha, mediando los sonidos jadeantes voluntarios, de la hora del deseo.
Maite no piensa jamás en dejar de ser la señora Giraud. Y en esta dirección, las opciones remiten a solo una: la que reafirma la presencia de Vincent. Por ello este camino, ciertamente ajeno a otras decisiones; por esto esta vía de acercamiento que se abre desde el volcar sobre una prenda una gotas de perfume hasta alcanzar ese plano en rojo, que se asume como plano total, van marcando el crecimiento y el suspense del film desde ese lugar de la mirada y del contacto táctil que identifican la fuerza de este amor.
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