Jueves, 29 de agosto de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
Cada uno está solo con su propia tristeza, dice Malena. De la alegría quiero escribir aquí.
Pero la alegría se debe compartir, expandirla en el aire donde suelen brotar todas las torcazas.
Y si eso sucede, sabremos adónde iban a parar, cuál era el destino de las palomas mensajeras que echaban a volar en la plaza de mi pueblo en los días patrios, apenas arrojadas las tres bombas de estruendo de rigor. Luego del discurso de las autoridades, donde nunca faltaba la palabra de la directora y de una maestra, terminado el acto que seguíamos un poco distraídos y poco ansiosos, nos dispersábamos en explosión bullanguera, blanca de guardapolvos por la calle soñolienta, previa una taza de chocolate bebido en el club de enfrente o de refrescos si el tiempo daba. Toda como ligera parvedad.
Al poquísimo tiempo, luego de cambiarnos de ropa iríamos a reunirnos alrededor del correr de una pelota de goma con listones blancos o amarillos sobre el fondo de pálido rojizo. Esa pelota que se podía llevar en un bolsillo, ya de un abrigo, ya del mismísimo guardapolvo que disimulaba hasta a la perfección toda desigualdad social. La prenda que tiende a democratizar, nos decía la dulcísima señorita Lidia, la de los inmensos ojos glaucos, quien con devota unción guiaba nuestros pasos por el fascinante mundo de este bello idioma nuestro. Ya en la construcción de una oración correcta, como en ese universo fantástico, lleno de ventura que eran los libros y sus mil ventanas a la imaginación tan fértil como es en los primeros años de vida.
Probablemente jugáramos en cualquier lugar con esa pelota, antes de arribar a casa, pero lo más probable es que esas ganas las reprimiéramos hasta llegarnos a la cortada que guardaba para nosotros toda su gramilla, muy recordada hoy que todo se lo ha llevado el tiempo, porque una calle de cemento que va hasta la ruta es la realidad que nos vence con sus autos que raudos esperan con su vértigo, destruyendo aquella paz bucólica para siempre.
No creo exagerar si escribo que el primer tramo de nuestra vida transcurrió casi exclusivamente en ese espacio donde no transitaban vehículos salvo la jardinera de don Juan Galli con el reparto de su panadería y la de don Compañy con la suya de verduras y de leche. Pero eso era una vez al día, el resto sólo los vagabundos perros flacos la transitaban antes que adviniera el cascotazo, o el tiro de la gomera certera.
En ese pequeño lugar que sin embargo tuvo su presencia alguna vez en el universo altivo, indiferente, pasamos todos un claro tiempo de alegría que hoy sin la nostalgia del adulto podemos celebrar como perfecto.
A esa cortada la flanqueaban normalmente las quintas de don Clemente Gerlo y de don Angel Pichichello. Ambas veredas casi no existían, porque la gramilla era profusa y no tenían ni zanjón ni bordes y degeneraba en una lisura informe.
Dos arbolitos raquíticos de cada lado lucían enfrentados. La rápida imaginación infantil los usaba de arcos para la contienda futbolística.
¿Cuántas veces corrimos detrás de una pelota? No tiene importancia el material que formaba la esfera: goma, trapo o cuero, lo importante era que rodara.
Atravesados de sol o de viento, también en el esplender laxo del verano, con sus ejércitos de mariposas o de su nube de abejas, allí estábamos. Sin importarnos si un grupo de gorriones atrevidos se zambullían en un claro pequeño de tierra y se despiojaban desaprensivamente en los veranos, o los gansos de doña Leonida Lencioni pasaban por el lugar interrumpiendo el partido. Nosotros no cejábamos. A veces alguno golpeaba la puerta de doña María Pichichello y pedía una jarra de agua para mitigar la sed o mojar un poco el rostro o la cabeza, chorreando sudor. Y luego, por supuesto, seguíamos. A veces, si era a la tarde la reunión desoíamos el llamado materno de la merienda que el entusiasmo hacia pasar por alto. Cuando muy de vez en cuando nos comunicamos entre nosotros o no podemos ver las caras, se borran todas las referencias a aquella distancia que hace seña desde el mero recuerdo, pero uno de pronto exclama:
--¿Te acordás de la cortada de don Pichi?
Y saltan como esquirlas las anécdotas que no siempre coinciden, que no siempre son las mismas. Salvo cuando el recuerdo se reúne alrededor del huerto en los frutales de don Clemente Gerlo. Y las veces en que teníamos que salir corriendo con las manos vacías, porque el hombre ya cansado de ser robado reaccionaba, pero lo hacía livianamente. Por allí se sentaba debajo de una higuera con un revolver oxidado entre las piernas o se escondía detrás de los altos tomatales y cuando estábamos adentro con la atención sobre esas brevas llenas de miel, se nos aparecía. Era el desbande, pero luego comprendimos con los años que en su bondad, solo nos quería amedrentar. A veces he pensado y lo compartí con los amigos, que si un día un viento borra el pueblo del mapa (digo, es un decir) de él sólo querría salvar esa cortada y el robo de sus frutas exquisitas.
También para mí por una razón mucho más egoísta. Yo era vecino de don Gerlo, es decir de esa quinta.
Porque yo me crié en una cortada de gramilla profusa que cruzó esa nube de mariposas amarillas cuando el mundo recién comenzaba.
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