Miércoles, 29 de agosto de 2007 | Hoy
Por Lucas Dimare *
No, no es un error tipográfico. Así le dicen ahora al que hasta no hace mucho, supo ser un barrio tranquilo, a un paso del centro. Un paraíso: Pichincha.
Cuando, ochenta años atrás, los prostíbulos se trasladaron masivamente allí, la zona era un descampado. No perjudicaron a nadie.
No es el caso de los boliches actuales que, muy por el contrario, se han ido adueñando en forma desconsiderada y prepotente de una zona que ya era residencial, en la que decenas de familias previamente instaladas se encontraron, en poco tiempo, con sus noches convertidas en el peor de los infiernos.
Para no caer en generalizaciones abstractas, me limitaré a describir el pandemónium en que se ha convertido la cuadra que me ha tocado en (mala) suerte: Bochincha (ex Riccheri), entre Salta y Jujuy.
Ambas veredas, de punta a punta, convertidas en playas de estacionamiento. Autos que se detienen, sin apagar su motor, en doble o triple fila. Los woofers atronadores de esos autos, entablando feroz competencia con la música que desborda el boliche de la vereda impar. Los habitués de este boliche, que se entretienen vociferando en la puerta hasta que empieza a clarear. Todo esto matizado con gritos destemplados y las infaltables peleas de grupos de borrachos.
Y antes de que alguno me tilde de amargo y aguafiestas, aclaro: la gente tiene todo el derecho a divertirse. Sin ninguna duda. Los dueños de los boliches, el de ganarse el pan. Totalmente de acuerdo. Pero, nosotros, ¿no tenemos derecho a dormir? Fíjese que poco pido: dormir.
Y no me vengan tampoco con que hace falta un control de decibelemia. No es necesario ningún aparato para medir esto, a excepción de uno cada vez más escaso: el sentido común.
¿Qué hacer? La impotencia parece haberse adueñado de los vecinos insomnes.
Dos posibles soluciones se me ocurrieron, a ambas las he descartado. Una, por manifiestamente ilegal: como sería muy ingenuo suponer que toda esta impunidad puede perpetrarse gratis, pensé en organizar, entre todos los damnificados, una vaquita que supere la oferta que permite la vista gorda actual. La otra, por muy utópica: exigir por ley que todo funcionario municipal, del intendente para abajo, tenga la obligación de vivir en esta cuadra una semana no más, con toda su familia.
Pero ninguna de estas especulaciones consigue aplacar mi desasosiego. Temo que, como bien dice un amigo, en el fondo, todo el problema consista en que quienes nos gobiernan no son otros que los hijos de aquellas primeras habitantes del barrio.
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