Viernes, 14 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Beatriz G. Suarez *
Gaviotas, muchas gaviotas, blancas; bajan a pique desde el cielo, pescan con filo y filosofía, arrancan algo pichón del Paraná y vuelven a subir para digerir en lo alto el producto de su maestría.
Son pájaros, aves elegantes, políticas, viajeras, que gritan. No sé qué gritan pero lo hacen. Las gaviotas gritan.
En la manera de migrar traen lo extraordinario desde alguna parte del mundo.
El río se ha dejado pintar esta mañana, corrientes puntuales de esmalte vegetal.
Sobrevuelan el agua como medicamentos para la contaminación de más arriba, el barrial de tierra y cloro del que tanto se sospecha, bajan nítidas hacia la turbidez, son de agüero raro, de prolijidad exagerada.
Siempre las miro desde la misma mesa en la Peña náutica Bajada España, entre ellas y yo se teje la gratuidad, es un acto de procreación irresponsable para esta felicidad ínfima de domingo a la mañana.
Tanta voluptuosidad dispone a las gaviotas para mí y , entre el marrón y el blanco fundan una bandera.
Son monedas que viven, que disminuyen el otoñal primer día de la semana, mis manos son un celofán para envolverlas y decir en cada lengua la turgente traducción del sustantivo gaviota.
Son también figuritas que intercambio con esta ortografía, son la promesa de algo que vendrá para mejor.
Gaviotas, hostias móviles, integran mis privados catecismos, lo impalpable, la evidencia desfondada de un amor inútil.
Me apropio éticamente de sus vuelos, de la manera que tienen de hacerme
olvidar toda la calamidad.
El río acusativo permite que lo duerman y lo piquen sin peligro.
Yo ronco con ellas en esta máquina sin fin.
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