Sábado, 20 de octubre de 2007 | Hoy
Por Por Domingo Caratozzolo
Sólo deseaba cruzarlo en la calle y hablar con él. Se daba cuenta que cada vez que salía intentaba descubrir su mirada en cada rostro; es más, nunca había caminado tanto como lo hacía ahora, a cualquier hora del día o de la noche imaginaba alguna excusa para salir a buscarlo. Agotados ya los circuitos por ella conocidos, se dedicaba a recorrer barrios extraños siempre con la esperanza de encontrarlo.
Lo conoció dos meses después de haber cortado con Gabriel, que fue su novio desde que comenzó la facultad. Lo de Gabriel es otra historia, no podía negar que lo quería, es más, cuando lo dejó sintió un vacío interior y esa cosa extraña de estar sola, de no contar con él para ir a la facultad, al cine, a los bares, a bailar, esa rutina de compartir todo con otro. Esa costumbre, si bien apaga y amortigua los entusiasmos de los acontecimientos de la vida, no deja de ofrecer un marco de seguridad que cuando no se tiene se echa en falta. También es cierto que cuando forma parte de tu vida, quisieras que desaparezca y se instale en su lugar lo inesperado, la sorpresa, el juego de la vida en todo su esplendor.
No sabe bien por qué, pero siempre pensó y se propuso llegar virgen hasta el momento de dar con alguien "especial". No sabía ni podía explicar la causa por la cual la ofrenda tenía que ser precisamente esa. En algún momento creyó que podía deberse a convicciones religiosas, pero éstas no eran tan fuertes como para justificar su actitud ante el sexo. Tampoco se debía a una prohibición de sus padres, el papá había muerto unos cinco años atrás, cuando ella terminaba de cumplir sus dieciséis y su mama dejó en sus manos, con plena libertad, las decisiones con respecto al amor en todas sus facetas.
Si bien Gabriel era su novio y con él había explorado los placeres del sexo, a pesar del cariño que le tenía, no consideró esa relación tan importante como para permitirle entrar en su cuerpo. Por supuesto le gustaba que Gabriel la bese, la toque, la acaricie. No era indiferente, todo lo contrario, respondía con una gama variada de sensaciones, como un arpa a la que la mano del artista puede arrancar infinitos acordes. Conocía también los placeres finales, cuando las caricias llegaban a desprender cascadas y torrentes de voluptuosidad.
No, si bien no podía explicarlo y no encontraba palabras para ello, se resistía a esa entrega, que si bien no consideraba ni la última, ni la definitiva, era reservada a otro que todavía no tenía nombre, alguien especial a quien estaba esperando y al que daría ese regalo que le negaba a Gabriel. Comprendió que él la abandonase y no quisiera seguir más con ella por esa razón, pero sentía que no podía hacer otra cosa.
Ella es una chica pulcra, su cabello limpio y ordenado, su ropa recién lavada y planchada huele a jardines floridos, sus blancas zapatillas y sus medias blancas mostraban la imagen de una persona para quien la limpieza y el orden forman parte de su vida; por esta razón ella misma estaba sorprendida de no haber pensado ni sentido en ningún momento que tenía que lavarse.
Recordaba perfectamente el día que lo conoció. Estaba en la terraza del edificio de departamentos donde vivía, tomando sol, como hacía habitualmente, unas veces sola, otras con sus compañeras de estudio. Esa mañana escuchó que golpeaban la puerta que estaba cerrada con llave, para que no pudiera ingresar gente extraña al edificio. Se acerca y escucha que un joven le dice que le abra. Él explica es compañero de estudios del chico del sexto, de Claudio, que extravió su llave.
Eva lo hizo pasar, él es un muchacho alto, robusto, de rostro agradable, de ojos celestes, se sienta al lado de ella que vuelve a recostarse en su colchoneta. Le dice que se llama Fabián, ella le dice que Eva, y como sucede con frecuencia cuando se encuentran jóvenes con intereses similares, charlan animadamente. Él se interesa por el libro que Eva está leyendo, es un libro de Shakespeare para su clase de literatura; Fabián le recomienda que lea Hamlet, que es muy interesante. Ella confiesa que le resulta un poco pesada esa lectura. Así pasan el tiempo hablando amigablemente.
Fabián como Eva vive en un pueblo cercano a Rosario, ambos vinieron aquí para cursar estudios universitarios, es posible que sus familias tengan cosas en común, hablan de sus padres, hermanos, de la añoranza que causa la lejanía, la pérdida de la cotidianeidad del hogar, de la mesa familiar, de los olores y sabores caseros, en fin, de esos sentimientos compartidos por aquellos que están lejos de su familia.
Ella que reza todas las noches antes de acostarse, desde ese día lo incluye en sus plegarias, ruega que esté bien, que reflexione sobre su vida, sus actos y que pueda encontrar el amor y la gracia de Dios. Siente mucha tristeza por él, un estudiante como ella, un chico de pueblo como ella, lejos de sus padres, de su familia, además tan bien parecido, tan agradable.
Si lo conociera en la facultad, en una reunión de estudiantes, o en una discoteca, podrían charlar, tener buena onda, ¿y por qué no? salir juntos y pensándolo fríamente, hasta podía entregar ese don reservado al hombre que fuera especial. Por eso se sorprendió cuando en la terraza se echó encima de ella amenazándola con un cuchillo escondido entre sus ropas. Se asustó porque no esperaba ese ataque, no porque Fabián la intimidara. Cuando le dijo que se quitara la biquini; desconcertada ante la actitud del chico se quitó la ropa y sintió el peso del otro cuerpo sobre el suyo.
Para ser sincera, él no la golpeó ni la maltrató, en ningún momento le hizo daño. Es cierto que cuando la penetró le causó dolor, pero ella lo justificaba, pues dada la circunstancia de ser su primera vez, no podía ser de otra manera. Es más, cuando vio que ella no oponía resistencia dejó el cuchillo y la acariciaba con ambas manos mientras la besaba penetrando también su boca. Eva estaba inmóvil y si bien no respondía sus gestos, registraba, ahora sin temor, las sensaciones que provocaba en su cuerpo las huellas de la pasión del otro, su peso, su calor, la humedad que despertaba el contacto, el roce de la piel, su abrazo posesivo, los besos y los movimientos del muchacho que parecían pugnar por introducirse todo él en el interior del cuerpo de ella.
Con el frenesí de la descarga quedó inerte, guerrero saciado sobre su conquista, en un gesto de amor, su mano acariciaba el cabello de Eva, como si hubieran actuado de común acuerdo. Cuando se repuso, se separó de ella, no la miraba, parecía avergonzado, se vistió rápidamente y sabiendo que no lo denunciaría, como con pesar, se alejó sin prisa.
Ella ha escuchado que las personas que sufrieron una violación lo primero que hacen es bañarse, dicen que se sienten sucias. Eva no sintió esa necesidad, no sintió asco en ningún momento, el muchacho no le causaba rechazo. Es más, no le guarda odio, siente tristeza pensando que necesita asistencia. Su mente no descansa cavilando en los motivos o en las razones por las cuales tenga que hacer esas cosas, algo le pasará, es una persona que necesita ayuda. Por eso lo busca, para hablar con él, para tenderle una mano. Por las noches nunca lo olvida en sus oraciones.
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